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Una Constitución que consagra la ley del mercadoEmpresa de inédito alcance, la construcción europea no podía dejar de tropezar con dificultades para su concreción. Esquivadas por dos décadas de huida hacia adelante, esas dificultades chocan hasta el punto de llevar al estancamiento de una iniciativa que sin embargo suscita muchas esperanzas en el mundo. El proyecto de Constitución es sólo la aplicación continental de los dogmas de la mundialización neoliberal. Sin aliento, sin perspectivas emancipadoras, la UE corre el riesgo de transformarse en simple gerente administrativa del reino del mercado.Cómo no extrañarse ante el contraste entre las declaraciones de ciertos dirigentes europeos antes y después de la Cumbre de Bruselas del 12 y 13 de diciembre. Estaba previsto que bajo la dirección del jefe de gobierno de Italia, Silvio Berlusconi, la reunión del Consejo Europeo -que reúne a los jefes de Estado o de gobierno de los Quince actuales, más los de los diez países que ingresarán el 1° de mayo de 2004- debía entrar en la historia con la adopción de un tratado, calificado de constitucional, elaborado por la Convención para el futuro de Europa 1 y que debía sustituir a los tratados anteriores 2. El suspenso aumentaba y llovían las advertencias contra la eventualidad de un fracaso de la Conferencia intergubernamental (CIG), de la que se suponía debía dar el golpe de gracia a la construcción europea. Pero a partir del sábado 13 de diciembre por la tarde, es decir, 24 horas antes del cierre programado de las deliberaciones, y luego de comprobarse los persistentes desacuerdos, el Consejo quedó clausurado por Berlusconi, quien pudo así regresar a Italia para ver un partido de fútbol. Sorpresivamente, no se produjo ningún comentario de carácter dramático. Jacques Chirac dio el tono: "No hay crisis con C mayúscula". ¿No había entonces ninguna urgencia para los Veinticinco, como algunos lo habían proclamado de manera algo apresurada? La crónica de la construcción europea abunda en episodios de ese tipo, en los que una urgencia o un plazo totalmente artificiales, pero muy mediatizados, son utilizados como medio de presión para tratar de cerrar una negociación. Otra característica clásica, pero en absoluto contradictoria con la precedente, y de la cual el proceso que fracasó en Bruselas brinda un nuevo ejemplo, es la huida hacia adelante de las sucesivas ampliaciones de la Comunidad Económica Europea (CEE) -que en 1993 pasó a ser la Unión Europea (UE)- sin que se hubieran decidido las adaptaciones institucionales necesarias y -en el caso de los miembros más recientes- sin que se hayan extraído las consecuencias presupuestarias del caso. Por último, las deliberaciones de la Convención, y luego las de la CIG, atestiguan la profunda falla democrática que sella toda la historia comunitaria, pero que se amplió considerablemente a partir de la década de 1980, particularmente luego del Acta Única de 1986: el liberalismo económico, cada vez más desenfrenado, no se considera una opción entre otras, una ideología que debe ser sometida explícitamente al sufragio universal, sino un "logro comunitario" que ya no se discute y menos aun se cuestiona. Se había proclamado que la CIG imperativamente debía dar a luz un tratado que fijara las nuevas reglas de funcionamiento de la UE de 25 miembros antes de que esa ampliación entrara en vigor, es decir, antes del 1° de mayo de 2004. Esa proposición parece obedecer al más elemental sentido común. Sin duda. Pero se recordaba también, de manera más discreta, que esas nuevas reglas sólo se aplicarían en 2009. En otras palabras, suceda lo que suceda la UE ampliada tendrá que funcionar al menos durante cinco años sobre la base del último tratado vigente, el de Niza, adoptado en diciembre de 2000. Por lo tanto, existía una urgencia lógica, pero ninguna urgencia cronológica que resolver en Bruselas. La urgencia lógica tenía además una dimensión funcional y sobre todo política: si los Veinticinco comienzan a trabajar juntos a partir de la primavera (boreal) de 2004, sobre una base institucional generalmente reconocida como poco viable y sin perspectivas de racionalización, el riesgo de empantanamiento y hasta de parálisis no es de desdeñar. Al mismo tiempo, los Estados que en el tratado de Niza conquistaron posiciones de superpoder relativo -España y Polonia- y que comenzarán a ejercerlas sin que se les haya fijado un término de manera anticipada, se mostrarán aun menos dispuestos a renunciar a ellas (ver recuadro). Independientemente de su contenido ideológico, el proyecto de tratado elaborado por la Convención 3 y puesto a debate en el seno de la CIG tiene el mérito de introducir cambios institucionales que hubieran debido incorporarse -como lo reclamaba enérgicamente la Comisión- a más tardar antes de 1995, cuando Austria, Finlandia y Suecia se sumaron a los Doce de entonces. Ni el tratado de Amsterdam ni el de Niza tuvieron en cuenta el creciente desajuste de un modelo de funcionamiento concebido en 1957 para seis miembros. Algunas de las innovaciones propuestas por la Convención fueron objeto de un acuerdo en el seno de la CIG: la Presidencia semestral rotativa de la UE (que a comienzos de 2004 ejercerá Irlanda, seguida de Holanda) es reemplazada por un Presidente del Consejo Europeo, designado por dos años y medio, mandato renovable una vez; en tanto que esta última instancia nombra un ministro de Relaciones Exteriores (que es también Vicepresidente de la Comisión). La tercera innovación consiste en la reducción del número de miembros de la Comisión con derecho a voto a sólo 15 (entre ellos, el Presidente, elegido por el Parlamento a propuesta del Consejo, y el Vicepresidente y ministro de Relaciones Exteriores). Es decir que diez Estados no tendrán un comisario de pleno ejercicio... El razonamiento es perfecto, si se respeta la letra y el espíritu de los tratados: es cierto que cada comisario es designado por un gobierno, pero una vez en funciones está obligado a deshacerse de sus reflejos "nacionales" y pensar "en europeo". Por lo tanto, teóricamente, su nacionalidad importa poco, y llevando esa argumentación hasta las últimas consecuencias, ¡todos los comisarios podrían ser de la misma nacionalidad! Pero esto es pura teoría y en Bruselas todo el mundo sabe que -por ejemplo- los dos comisarios británicos (uno conservador y el otro laborista) hacen frente común en cuanto los intereses reales o supuestos de su país están en juego. Evidentemente, el tema de la cantidad de comisarios forma parte de la lucha por el reparto de los poderes entre los Estados, lo que derivó en el callejón sin salida de Bruselas, pero que se concentra sobre todo en el asunto -aparentemente muy técnico- del cálculo de la mayoría calificada (ver recuadro). Es posible que se llegue a un acuerdo que otorgue un comisario a cada país, lo que llevaría a tener 25, y hasta 31 si los seis países "grandes" (los cinco actuales más Polonia) conservaran dos comisarios cada uno como es el caso actualmente. Ello sería una verdadera garantía de ineficacia a raíz de la atomización de las responsabilidades que produciría... Reparto de poderes, ¿pero qué poderes? Las discusiones de la CIG trataron principalmente de una decena de artículos del documento de la Convención, que en sus primeras tres partes cuenta con 342 en total. A ello hay que sumarle los diez artículos de la cuarta parte ("Disposiciones generales y finales"), que a su vez comprende 8 protocolos y declaraciones. Se trata mucho más de relaciones de poder entre Estados miembros de la Unión Europea que del poder de ésta -en tanto que unión- sobre sus propios asuntos; y menos aun de su poder respecto del resto del mundo. Las querellas habituales entre miembros no remiten a una política de alto vuelo. Por ejemplo, hay orden de preservar la unanimidad (en el caso del Reino Unido, Irlanda o Luxemburgo) cuando se desea impedir medidas contra el dumping social y fiscal que afecta en primer término a los socios de la UE. Idem en el caso de Francia en materia cultural, con el fin de proteger una industria audiovisual que a los otros países no les interesa para nada. Es necesario reunir una minoría de bloqueo (también en el caso de Francia) para prolongar lo más posible la actual política agrícola comunitaria, de la que sus grandes agricultores se benefician en buena medida. Idéntica preocupación tiene España, que desea continuar aprovechando ampliamente los fondos estructurales y los fondos de cohesión, incluso luego del ingreso de los diez nuevos miembros, más necesitados que ella. También hay que contar con Malta y Chipre para unirse a Grecia contra cualquier legislación coercitiva en materia de seguridad del transporte marítimo... En cuanto a la acción exterior de la UE, está muy condicionada por la segunda personalidad atlantista de la mayoría de sus miembros y por esa verdadera "estatua del commendatore" que es la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), a la cual el proyecto de tratado confirma el derecho de autorizar o rechazar cualquier iniciativa europea en materia de defensa. Y hay que mostrarse verdaderamente extasiado porque George W. Bush haya tenido la gentileza extrema de autorizar a Anthony Blair a sumarse a Francia y a Alemania para firmar un acuerdo alambicado que permite crear una "pequeña célula europea" en el Cuartel General de la OTAN en Mons, Bélgica, y otra "célula" encargada de la "planificación estratégica de anticipación para las operaciones cívico militares" en el seno de la UE. Cuántas circunvoluciones para hablar de un embrión de comienzo de preliminares de una verdadera defensa europea... De todas maneras, las reglas del proyecto de tratado (artículo 1-43) en materia de "cooperación reforzada" que permitirían ir más rápido y más lejos que los otros miembros de la UE en la adopción de políticas comunes, son muy estrictas: se necesita una decisión del Consejo con mayoría calificada y un piso de un tercio de los Estados participantes. Cabe aquí la pregunta: ¿Existen acaso nueve Estados miembros de la UE deseosos de liberarse de la tutela de Washington? Todo el mundo conoce la respuesta. Por otra parte, si se adoptara el tratado tal cual, ¿qué márgenes de maniobra tendrán los gobiernos -incluso una supuesta mayoría de gobiernos- que desearan dar marcha atrás en la orientación ultraliberal de las políticas internas de la UE, y por lo tanto de las políticas nacionales que son apenas su transposición? Por ejemplo, en materia de liberalización del correo estatal o de ayuda a una industria estratégica amenazada de desaparición (como el caso de Alstom en Francia). Ese tratado, que se llama Constitución, no respeta ninguna de las características habituales de esos cuerpos legales: en particular, no existió un proceso constituyente democrático (que hubiera requerido la elección de una asamblea constituyente) y -sobre todo- no habrá ninguna posibilidad de alternancia. En efecto, la gran impostura consiste en haber reunido en la tercera parte de ese documento, y en ciertos artículos de la primera parte, el conjunto de las políticas de la UE y la formulación de sus presupuestos ideológicos. Normalmente, una Constitución establece un marco institucional que permite elegir políticas diferentes, incluso contradictorias. En este caso, los contenidos son simbólicamente "constitucionalizados" al mismo título que el continente. La primacía de la "libre y leal competencia" sobre toda otra norma; la subordinación a esas reglas de los servicios públicos (llamados "de interés general" en la jerga comunitaria); la afirmación de que el libre cambio corresponde al "interés común"; la prohibición de todo tipo de restricción a los movimientos de capitales; la independencia del Banco Central Europeo (BCE), etc., no son presentadas como opiniones a las que se puede o no adherir, sino como objetivos de nivel equivalente al de la búsqueda de la paz o al fomento del progreso científico y técnico. Para cuestionar alguna de esas afirmaciones sería necesario rever el tratado. Pero el artículo IV-7 estipula que de existir eventuales enmiendas, las mismas "entrarán en vigor luego de haber sido ratificadas por todos los Estados miembros, de acuerdo a sus reglas constitucionales respectivas". Es decir que la filosofía ultraliberal de ese texto está en cierto modo grabada en mármol: uno solo de los 25 gobiernos puede impedir su modificación. Cabe creer que para los partidos políticos que se identifican con esa manera de pensar se trata de un formidable triunfo. Se entiende menos el tono eufórico de los responsables de otras formaciones. Es el caso de la ex ministra socialista Elisabeth Guigou, que luego de burlarse de quienes "se hacen los exigentes" afirmaba: "Es necesario salvar la Constitución europea. Para los socialistas y los socioaldemócratas europeos, es incluso un deber histórico y político" 4. Otros partidarios de ese texto admiten que la consagración de la parte III es excesiva y que convendría sacarla del tratado y atribuirle procedimientos de revisión menos restrictivos. Sin embargo, eso no solucionará la"cuestión liberal" que plantean otras partes del texto, las que por lo tanto habría que expurgar. La postergación sine die de la conferencia intergubernamental es una nueva forma de huida hacia adelante, pues el lanzamiento de una UE de 25 miembros sobre la base de los procedimientos de decisión fijados en Niza y en un clima poco amistoso no será fácil. Pero el aplazamiento de la fecha límite le conviene a muchos, en particular en Francia. Si las elecciones europeas de junio de 2004 se realizan antes de que se adopte un nuevo tratado, partidarios y adversarios del mismo podrían codearse en las mismas listas, postergando sus divergencias para luego del escrutinio. El Presidente de la República no se verá obligado a confirmar (o a retirar) su compromiso de convocar a un referéndum de ratificación. Pero el nuevo plazo beneficiará también a todos los que piensan que otra Europa es posible, e incluso necesaria (ver en este mismo número el artículo de Robin Blackburn, pág. 16). Difundir el texto de la Convención para que la mayor cantidad posible de ciudadanos lo conozca y evalúe su verdadero alcance es una labor cívica que permite reincorporar la dimensión europea al mundo cotidiano de cada persona. Pues, ¿cuántos ciudadanos saben que la mayoría de las leyes votadas por el Parlamento, y que los rigen, no proceden de iniciativas del gobierno ni de la representación nacional, sino que son la transposición al derecho de su país de decisiones adoptadas por quince personas en el Consejo? Muchas otras "reformas" votadas o en curso de redacción en Francia (jubilaciones, descentralización liberal de la educación, estatuto de la empresa estatal de electricidad, seguridad social, etc.) se inspiran en exhortaciones de la Comisión o del BCE, que a su vez transmiten las procedentes del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional o de la Organización para la cooperación y el desarrollo económico (OCDE). Se comprende entonces que algunos sectores, sean de izquierda o de derecha, no se muestren entusiasmados ante la idea de analizar a fondo todos los textos. Eso mostraría a la opinión pública cómo, con la excusa de Europa, los doctores tratan de aplicarle de una vez por todas una purga liberal. Si Europa está enferma, el remedio debería venir de quienes tienen otra visión del paciente.
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