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Policías privadas: el nuevo poderA la par de la polarización social se apresura un deslizamiento conceptual, de modo que la seguridad pública se transforma en bien de consumo. Proliferan las empresas privadas que venden esta nueva mercancía y tanto éstas como sus consumidores se ubican por sobre la legitimidad democrática tradicional.La transferencia hacia sectores privados de la utilización de la fuerza y la coerción, hasta hoy monopolio del Estado, constituye un eslabón más de la cadena de servicios y funciones que los Estados de la región latinoamericana abdican bajo pretexto de impotencia, ineficacia y sempiterna crisis fiscal. En el ámbito penal, este cambio de estrategia en el ejercicio de control se manifiesta en la paulatina privatización de las cárceles y en la veloz consolidación de las respuestas privadas al fenómeno de la inseguridad. Pese a que la custodia de caudales, bienes y edificios, así como el servicio de guardaespaldas, no constituyen fenómenos nuevos ni recientes, este brutal incremento del recurso privado en materia de seguridad se produce en un estadio del capitalismo corporativo caracterizado por una acelerada privatización de los servicios otrora prestados por el propio Estado. De tal modo, el servicio de policía pública tradicional experimenta una suerte de privatización de facto, con el consiguiente efecto desconcertante para importantes segmentos poblacionales que no terminan de comprender quiénes son, de qué modo han sido construidos y cuáles en definitiva resultan los fundamentos legales de estos nuevos agentes de disciplinamiento social. Así como la policía pública se constituye como tal en Estados Unidos e Inglaterra, a mediados del siglo XIX, como producto de las nuevas necesidades de control derivadas de las disfunciones del capitalismo avanzado (huelgas de trabajadores, revueltas anarquistas y luchas campesinas contra las nuevas leyes agrarias), la aparición de las policías privadas como novedoso mecanismo disciplinario responde igualmente a una coyuntura económico-social concreta y determinada. Sucedió en Estados Unidos, cuando en la segunda parte del siglo XIX las policías corporativas, especialmente ferroviarias y mineras, se encontraban integradas a la vida colectiva. La expansión territorial y el desarrollo industrial experimentado por ese país, sumado a la precariedad administrativa de las instancias gubernamentales, favorecieron tales prácticas policiales privadas, específicamente dedicadas a la protección de los bienes e instalaciones de esas compañías. En tales circunstancias, señala Clifford Shearing, la iniciativa privada creció paralela a la incapacidad gubernamental de cumplir con sus responsabilidades en materia de seguridad1. En los años ´60, luego de un período en que las tareas de policía fueran consideradas intrínsecamente estatales, comienza a crecer silenciosamente la tendencia a volver a formas privadas de policía y seguridad, fundamentalmente en Estados Unidos e Inglaterra, aunque también en países como Finlandia, Bélgica y Holanda. El eje central del debate deja de estar centrado en la policía como manifestación de la soberanía del Estado, en régimen monopólico, para pasar a ser una cuestión considerada en términos económico-presupuestarios, mensurados bajo la óptica de eficacia en la prestación del servicio, en un nuevo marco estratégico-gerencial dirigido a la racional maximización de los recursos disponibles2. Sin considerar menoscabado el poder estatal, se conceptualiza la versión moderna e industrial del servicio de seguridad a modo de complemento en la esfera privada, destinado a tareas preventivas, de vigilancia y custodia de la propiedad privada. En ese preciso contexto, el Departamento de Justicia de Estados Unidos, a través de un estudio efectuado en 1985, detectó que los ciudadanos invertían 20 mil millones de dólares anuales en productos y servicios privados destinados a su seguridad3. Las tareas inherentes a la policía pública tradicional, fundamentalmente las preventivas, disuasorias y relativas a la custodia, comienzan a ser percibidas como un producto. Los mecanismos de seguridad privada, especialmente las empresas de seguridad y su personal, como una fabulosa industria coherente con las expectativas estatales de preservación del orden. Nuevos rostros del control policialEn el actual contexto del capitalismo corporativo aparecen nuevos intereses cuya protección y conservación requieren técnicas diferentes -o al menos adicionales- de aquellas tradicionalmente empleadas por las fuerzas del Estado. Nuevas formas de interferencia conflictiva a través de medios informáticos, tarjetas de crédito, espionaje industrial, así como renovadas manifestaciones de la propiedad privada -traducidas en el auge de centros comerciales, restaurantes y áreas residenciales- hacen que la noción de orden público con la que opera la policía tradicional detente cierta neutralidad que resulta ineficaz para el empresario que intenta proteger estas particulares modalidades de la propiedad privada. Estas burocracias privadas, entre las que cabe contar aquellas que trabajan en el interior de las agencias de crédito y compañías aseguradoras, suelen disponer de crecientes bases de datos y apoyo tecnológico de multinacionales extranjeras, circunstancia que las convierte en poderes de hecho que deben ser medidos según el número de personal del cual disponen, pero también de acuerdo con la energía no humana (sistemas informáticos y alta tecnología) con la que llevan adelante sus funciones. Se trata de un proceso acompañado de un vertiginoso tránsito conceptual: la seguridad pública pasa a ser paulatinamente concebida como privada, de derecho común se transforma en un bien de consumo objeto de materia contractual entre partes. En este contexto, resulta por demás elocuente cómo el Estado abandona su lugar en el terreno económico y, simultáneamente, opta por endurecer y ampliar su intervención en el ámbito penal4. De allí que el apotegma en boca de los oportunistas gestores de las políticas públicas sea: "más policía, más cárceles, más castigos", reduciendo la complejidad del fenómeno de la desviación al pretender consolidar aún más la industria del control del delito. En sociedades donde la compra y venta de bienes y servicios se estimula tan desproporcionadamente, no resulta extraño que las demandas de seguridad y control aumenten, respondiendo ingenuamente a la idea según la cual a la compra de guardias y horas de control seguirá lógicamente la disminución de comportamientos potencialmente peligrosos. Dicha creencia se encuentra profundamente instalada a lo largo de la estructura social y da lugar a la contradicción entre dos valores que siempre se hallan en juego cuando de poder represivo del Estado se trata: libertad y seguridad. El primero, de carácter irrenunciable, constituye un derecho fundamental que no admite ninguna forma de subordinación en relación al segundo, el cual, en todo caso, atañe a las condiciones idóneas para su ejercicio. Es necesario recordar que toda decisión de transferir a manos privadas facultades soberanas exclusivamente delegadas en los órganos del Estado, debe cumplir con las garantías que permitan asegurar la adecuada gestión del bien colectivo. En el actual proceso de multiplicación de las respuestas defensistas, desarrollado en el entramado de sociedades de exclusión caracterizadas por la multiplicación geométrica del desempleo y el desamparo de cada vez más amplios sectores sociales, es necesario preservar ese núcleo de bien común. Es decir, no se trata ya solamente de intervenir en el aspecto decisional de privatizar o no el servicio de seguridad, sino también en el curso mismo de dicho traspaso y en la ulterior supervisación del desempeño de tales empresas privadas, a fin de que satisfagan la función social a su cargo. La presencia de policías privadas da lugar a la novedosa reformulación de un sector social que, a la calidad de propietario acumulativo, agrega ahora la posesión de una policía y dispositivos de control propios. Esta vuelta de tuerca corresponde a un nuevo tiempo, caracterizado por la mercantilización del valor seguridad, su reducción a las implacables leyes de oferta y demanda y su transformación de monopolio estatal en oligopolios privados. Todo lo cual lleva implícita la capacidad del propietario acumulativo para colocarse por encima y a salvo de la legitimidad democrática tradicional.
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