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Bolivia, una revolución social democráticaLa insurrección aymara y quechua, que acabó concitando la adhesión de trabajadores y clases medias y provocó la fuga del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, marca un hito en la lucha contra el neoliberalismo que libran la mayor parte de las sociedades en América Latina. La población indígena se constituye en el eje de una revuelta popular masiva, con propósitos políticos precisos y una estrategia de poder.En abril de 2002 la “guerra del agua” expulsó del país a la transnacional Bechtel, que intentaba subir las tarifas del agua potable en Cochabamba1 y en enero de 2003 un levantamiento popular en La Paz acabó con el “impuestazo” a los sueldos2 propuesto y exigido por el Fondo Monetario Internacional para rebajar el déficit fiscal que, de acuerdo a datos oficiales, en Boliva bordea el 8,5%. Estos dos momentos de resistencia al modelo neoliberal preanunciaban ya la insurrección popular que el viernes 17 de octubre pasado echó del gobierno a Gonzalo Sánchez de Lozada, el empresario minero, líder del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), que en junio de 2002 ganó las elecciones generales que le abrieron la posibilidad de gobernar por segunda vez el país altiplánico. Es inevitable comparar la salida de Sánchez de Lozada con la de Jamil Mahuad en Ecuador, o la de Fernando de la Rúa en Argentina, ambos desalojados del poder por una explosión de descontento popular. Para Bolivia, Gonzalo Sánchez de Lozada significó el punto más alto del período neoliberal; su momento más agresivo y también más lúcido. Además, la insurrección boliviana es el resultado de una acumulación y politización del movimiento social, con reivindicaciones que van más allá de la mera renuncia del Presidente y que buscan la liquidación de la ortodoxia neoliberal y la consecución de un nuevo pacto social, a través de una Asamblea Constituyente. Hijo de un empresario boliviano que llegó a ser asesor de Nelson Rockefeller, Gonzalo Sánchez de Lozada se educó en Estados Unidos y, después de amasar fortuna en la minería, en 1979 ingresó en la actividad política, dispuesto a introducir en Bolivia la “modernidad” neoliberal. Buscó un partido histórico, el MNR3, organizó un entorno de expertos en economía y revolucionó los métodos del análisis y la acción política del país mediante el empleo de encuestadores y especialistas en marketing político, siempre estadounidenses. Primero fue elegido diputado por el departamento de Cochabamba, luego ministro de Planeamiento del gobierno de Víctor Paz Estenssoro (1985-1989), encargado de dar el giro neoliberal a la economía y sociedad bolivianas. Con la colaboración de Jeffrey Sachs, elaboró el Decreto Supremo 21.0604, con el que la economía boliviana entra de lleno en el neoliberalismo. Sin embargo, el grueso de las reformas del nuevo modelo recién fue implementado cuando “Goni” –diminutivo con el que se conoce a Sánchez de Lozada en Bolivia– fue elegido Presidente, en las elecciones de 1993. La sociedad boliviana, golpeada y postergada por el militarismo de los ’60 y ’70, fue seducida por la prédica “modernizante” de “Goni”. Su plan de gobierno, llamado “El Plan de Todos”, prometía elevar el crecimiento de la economía al 10% anual; crear 500 mil nuevos empleos –lo que equivalía a reducir prácticamente a cero el desempleo5–; atraer inversión extranjera productiva mediante la privatización de las empresas estatales (telecomunicaciones, transportes, hidrocarburos, etc.), reformar los sistemas de pensiones e implementar reformas en la justicia y la educación. Es decir, un giro neoliberal completo. Ese programa estuvo sustentado por una enorme ofensiva ideológica sostenida por analistas, politólogos e intelectuales que convalidaron ante la sociedad el modelo neoliberal. Fueron estos ideólogos, agrupados en fundaciones, ONGs y el sistema mediático, los que de alguna manera sostuvieron conceptualmente la viabilidad del modelo, aun cuando a partir de 1998 se hace evidente que la economía boliviana atravesaba por una grave crisis. En efecto, el gobierno de Sánchez de Lozada nunca pudo cumplir las metas de crecimiento, no creó empleos y la privatización empezó a ser cuestionada por haber atraído capital especulativo y hasta corrupto, que enviaba el poco excedente al exterior, sin beneficiar en nada al país6. Al cabo de década y media de neoliberalismo, la única modernidad a la que Bolivia asistía se expresaba en la proliferación de automóviles de lujo, en los que circulaban las elites empresariales y políticas, y los cafés internet, que vendían a los bolivianos el espejismo de estar asistiendo a alguna forma de globalización. Es así que en el año 2000 comienza a despertar el descontento popular, cuando comienzan los bloqueos en el altiplano para exigir mayor atención en salud, educación y desarrollo de parte del Estado y el pueblo de Cochabamba declara la “guerra del agua” a la Bechtel por haber subido imprevistamente las tarifas del agua potable, logrando que esa compañía abandone el país. Aquella fue la primera vez que se rechazó al capital transnacional. “Hemos logrado un triunfo histórico sobre la globalización”, dijo entonces Óscar Olivera, líder de la Coordinadora del Agua. Las cifras macroeconómicas justificaban holgadamente la rebeldía popular. Los 15 años de neoliberalismo habían favorecido a una elite empresarial y política y al capital extranjero, pero la economía nacional se había estancado y en algunos casos había retrocedido de manera alarmante. En 2002 las exportaciones bolivianas alcanzaban los 1.300 millones de dólares; cifra exactamente igual a la de 1980. El ingreso per cápita de los bolivianos era de 940 dólares al año en 1980; en 2002 fue de 960 dólares. Lo que no permaneció estancado fue el índice de desempleo, ni el de la pobreza. Según el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), el 58,6% de los bolivianos es pobre y en el campo esta cifra se vuelve escalofriante: el 90% vive bajo la línea de pobreza. Según el Informe de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) para 2003, en el área rural los pobladores subsisten con menos de un boliviano al día (10 centavos de dólar)7. De los 8 millones de pobladores de Bolivia, 3,8 millones son campesinos8. Esto explica el grado de combatividad de los movimientos sociales, conformados principalmente por gremios y sindicatos campesinos, que fueron los que sostuvieron las movilizaciones y bloqueos desde 2000 hasta la renuncia de Sánchez de Lozada. Rebelión en las urnasDesde que sectores criollos fundaron la República de Bolivia en 1825, los campesinos e indígenas siempre fueron excluidos. De cuando en cuando se fueron dictando normas para despojarlos de sus tierras9. Recién con la Revolución Nacional de 1952 los indígenas pasan a ser ciudadanos y se les concede el derecho al voto. Sin embargo, no participaron activamente de la vida política a lo largo de todo el siglo XX. Antes de 2000, las ideas progresistas estaban encarnadas por las izquierdas universitarias, ciertos grupos minoritarios de las clases medias –derrotados teóricamente a partir del derrumbe del socialismo real– y por los sectores mineros que fueron diezmados en 1985 por el DS 21.060, que los despojó de sus fuentes de trabajo10. Este dato es central, pues explica la inexistencia de oposición al modelo neoliberal y al programa de reformas de “Goni” durante su primer período de gobierno. Sin embargo, ese tejido social escindido empieza a reagruparse en otros ámbitos. Los mineros relocalizados (despedidos de las minas) se asientan en el trópico del departamento de Cochabamba y comienzan a sembrar coca. Y de allí emerge, a partir de la segunda mitad de los años ’90, el movimiento cocalero que en 2002, agrupado en un partido político llamado Movimiento al Socialismo (MAS), lleva al Parlamento a 35 indígenas y campesinos. Su líder, Evo Morales, disputó en el Congreso la presidencia a Gonzalo Sánchez de Lozada. Paralelamente, en el altiplano boliviano resurge un movimiento de reivindicación aymara, que en septiembre de 2000 realiza una contundente huelga general y un bloqueo de carreteras que pone al presidente de entonces, Hugo Banzer Suárez11, al borde de la renuncia. Los indígenas aymaras también conformaron un partido político en 2001, el Movimiento Indígena Pachacuti (MIP), que llevó a seis indígenas al Parlamento, entre ellos a su líder Felipe Quispe, el Mallku12. La irrupción de los indígenas en las elecciones de 2002, copando casi un tercio del Parlamento boliviano, causó un profundo resquemor en las elites, las clases medias y los llamados poderes fácticos bolivianos; es decir, los que determinan en los hechos el rumbo del país: los empresarios privados, el ejército y la embajada de Estados Unidos. El MAS y el MIP acapararon el 28% de los votos válidamente emitidos y frente a eso los partidos tradicionales –de centro derecha– el MIR y MNR (después se sumó la NFR) asumen un acuerdo para controlar el gobierno y el Parlamento. Pero poco pueden hacer para enderezar la economía del país y para satisfacer las demandas políticas de esta nueva izquierda indígena, potenciada por otros movimientos sociales como los sindicatos campesinos del Oriente, la Coordinadora del Agua de Cochabamba y los ayllus (comunidades originarias) de Potosí, que empezaban a cobrar una importancia decisiva en la política boliviana, aunque hasta entonces sólo como opositores al modelo neoliberal, centrados todavía en reivindicaciones particulares. La insurrección popularAl asumir su nuevo período de gobierno en agosto de 2002, y ante la parálisis de la economía, Gonzalo Sánchez de Lozada encuentra que el único modo de recomponer el modelo es favoreciendo la exportación del gas natural, del que en los últimos años se descubrieron enormes yacimientos que hacen de Bolivia la segunda reserva –después de Venezuela– del continente13. En 1997, dos días antes de concluir su primer período presidencial, Sánchez de Lozada firmó un decreto –Nº 24.806– por el cual el gas boliviano pasó a ser propiedad de las empresas transnacionales, que conformaron el consorcio Pacific LNG (la española Repsol YPF, British Energy y Panamerican Energy), por lo tanto Bolivia sólo podría beneficiarse con las regalías que deje la explotación y exportación14. Desde entonces, el Estado sólo dispone de la facultad de elegir la manera y el lugar por dónde exportar el gas (el decreto fue recusado ante el Tribunal Constitucional por el MAS, y aunque hasta ahora aquél no se ha pronunciado, los últimos acontecimientos podrían reflotar la recusación). En este contexto, Sánchez de Lozada emprende una serie de negociaciones con el consorcio Pacific LNG para enviar el gas a Estados Unidos vía Chile. Ahí mismo comenzaron a agitarse las fibras del nacionalismo boliviano, pues Chile tiene una deuda histórica con Bolivia desde que en la guerra del Pacífico (1879) le arrebatara sus costas, privándola del acceso al mar. Es en este punto que los movimientos sociales y partidos de la nueva izquierda encuentran por primera vez un objetivo común en el cual centrar su lucha: la exigencia de que la propiedad de los hidrocarburos vuelva a manos del Estado y la no exportación por Chile, ni para Chile, del gas natural. Este es el origen de la llamada “guerra del gas”. De manera conexa –e incluso anterior a esta demanda– los movimientos sociales y la nueva izquierda exigieron insistentemente al gobierno de Sánchez de Lozada la convocatoria a una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Carta Magna: “Con ello pretendemos cambiar al modelo neoliberal desde sus raíces y, a la vez, enmendar definitivamente el pacto social que hoy no cubre suficientemente toda la realidad social ni cultural del país”15. La consigna de recuperar el gas fue creciendo. El gobierno nunca informó sobre las reales cifras del negocio, pero extraoficialmente se supo que las transnacionales pensaban vender el gas a Estados Unidos a un precio irrisorio: 0,7 centavos de dólar el millar de pies cúbicos, siendo que Brasil actualmente paga 1,7 dólares y en el mercado mundial el precio oscila entre 2 y 4,5 dólares. “Es evidente pues que si se llevaba adelante este negocio, Bolivia recibiría miserias como regalías. Por otra parte, mientras California hubiera encendido cada noche sus luces de neón con el gas boliviano, aquí en el altiplano nuestros hermanos habrían seguido cocinando sus alimentos con bosta de vaca y de burro, como lo hacen hoy. Por eso, este proyecto era inviable, indigno de realizarse, económica y políticamente. Primero se debe recuperar la propiedad sobre el gas y luego exportar”, dice Felipe Quispe, líder del MIP16. Desde hace unos ocho meses, los movimientos sociales, el MAS y el MIP, venían desarrollando una amplia campaña para recuperar el gas. Sin embargo la consigna demoraba en prender. Pero cuando todo estaba estancado funcionó otra vez esa vieja dialéctica del azar y la necesidad. El 12 de septiembre, los mallkus, jilakatas y mamat’allas (autoridades indígenas, hombres y mujeres, de 30 provincias del altiplano), se declaran en movilización permanente y piden que se libere al jilakata Felipe Huampo, apresado por la Policía Nacional y los fiscales del Poder Judicial, acusado de haber empleado la justicia comunitaria –en realidad un ajusticiamiento– contra dos ladrones de ganado, en su comunidad, a orillas del Lago Titicaca. Como las autoridades del gobierno central se niegan a reconocer el “acto de justicia comunitaria”, las comunidades del altiplano declaran el bloqueo de caminos y carreteras y sus principales líderes decretan una huelga de hambre que se realiza en El Alto, una ciudad poblada casi íntegramente por aymaras, donde el 92,4% de los ciudadanos son pobres17. Este movimiento de rebeldía contra el ordenamiento jurídico del Estado centralista coincide y se potencia con una movilización a nivel nacional decretada por los movimientos sociales el 19 de septiembre: queda así declarada formalmente la “guerra del gas”. La movilización es exitosa, participan más de 100 mil personas en todo el país y el bloqueo de carreteras se agrava en el altiplano. Un día después, el ministro de Defensa, Carlos Sánchez Berzaín, interviene al mando de un pelotón del ejército en la localidad de Warisata. Se desarrolla una balacera y cinco campesinos resultan muertos. Esa fue la chispa que encendió la pradera. Las muertes de campesinos aymaras –entre ellos una niña de ocho años– generan un amplio movimiento de solidaridad y las comunidades deciden declarar la guerra sin concesiones al gobierno gonista: “Ahora sí, guerra civil”, es la consigna. La Federación de Juntas Vecinales de El Alto declara un paro general de 24 horas y luego otro de carácter indefinido, el 8 de octubre. Lo mismo hace la Central Obrera Boliviana (COB), con el apoyo de los mineros que, después de muchos años, vuelven a movilizarse. A las demandas por la recuperación del gas y el alto a la masacre de los aymaras se suma un contundente pedido de renuncia al Presidente de la República. La estrategia del gobierno de Sánchez de Lozada, explicada en las reuniones de gabinete, es no actuar; dejar “que los bloqueadores se rindan por cansancio”. Pero la revuelta crece, el paro de El Alto es contundente, impide la llegada de combustibles y alimentos a La Paz, ante lo cual el gobierno ordena la toma militar de la ciudad aymara. El sábado 11 y el domingo 12 de octubre prácticamente se combate calle por calle, pero la superioridad numérica y logística del ejército no puede con la organización de los vecinos, que resisten con palos y piedras, aunque sin causar bajas a las fuerzas militares. La totalidad de los muertos de aquellas dos jornadas es civil (más de 30), exceptuando un soldado que habría sido asesinado de un disparo en la cabeza por un capitán de la Fuerza Aérea, cuando se negó a disparar contra el pueblo18. En lugar de hacer retroceder al pueblo aymara, la masacre lo une más aun y la guerra del gas se amplía al principio tímidamente a Potosí, donde los ayllus se pliegan a la “guerra civil” y marchan sobre la sede de gobierno; a las comuniades de Sucre y Cochabamba y a las zonas pobres de La Paz. El ejército responde el lunes 13 con un nuevo baño de sangre: 30 muertos y cientos de heridos de bala, esta vez ya en el centro y zonas periféricas de La Paz. Ese fue el último acto de fuerza que toleró el conjunto de la sociedad boliviana. En la tarde del miércoles 15 las clases medias, que permanecían al margen de los conflictos sociales, se movilizan, declaran la huelga de hambre general y apoyan el pedido de renuncia del Presidente. Este hecho es relevante, pues hasta ese momento el conflicto estaba polarizado entre las cúpulas de los partidos tradicionales que sostenían al gobierno y los movimientos sociales, reprimidos por el ejército sin contemplaciones. En este punto se apoyaba el argumento de Sánchez de Lozada hacia el exterior: se trataba de una conspiración golpista alentada por el “narcoterrorismo”19. Pero cuando las clases medias se suman al pedido de renuncia rompen esa polarización y cierran el consenso en contra del Presidente. El impacto político de este desarrollo de los acontecimientos es decisivo, toda vez que los líderes de clase media que encabezaron la huelga habían apoyado o tolerado pasivamente la imposición del modelo neoliberal durante la década del ’90. En dos días se abren decenas y decenas de piquetes de huelga en todas las iglesias del país. Sánchez de Lozada, que ya había abandonado el Palacio de Gobierno, se atrinchera en la residencia presidencial –más cercana a los barrios residenciales– y envía mensajes confusos, mientras la protesta avanza. Miles de campesinos y mineros avanzan sobre La Paz para definir la “guerra civil” y en el ámbito urbano las clases medias se confunden con los indígenas mientras corean “que se vaya el asesino”. De acuerdo a una encuesta hecha por Radio FIDES el jueves 16 de octubre, dos tercios de los bolivianos quería que Sánchez de Lozada renunciara, pero la embajada de Estados Unidos (ver “La derrota…”, pág. 5) se oponía rotundamente. Es esto lo que alargó por unas horas la agonía del régimen. Sin embargo, esa misma noche el embajador Greenlee se convence de que todo está perdido y opta por el repliegue. Al mediodía del viernes 17, “Goni” envía su renuncia escrita al Congreso y huye en un helicóptero que le había enviado el presidente peruano Alejandro Toledo. Según estimaciones del sociólogo Álvaro García Linera20, la insurrección que depuso al presidente Sánchez de Lozada fue superior en movilización social a la de 1952 con la Revolución Nacional, con la diferencia de que esta vez los insurrectos no llegaron a medir militarmente sus fuerzas con el ejército y tampoco pretendían tomar el poder. Se contentaron con la renuncia del Presidente, símbolo del neoliberalismo, y con la promesa de que su sucesor hará recortes esenciales al modelo sin acabar con la institucionalidad democrática. La nueva izquierda boliviana no tiene, al menos por ahora, un proyecto programático de toma del poder, ni aspira a una eventual dictadura obrerista, como proponía la izquierda en los ’70. Por el contrario, fueron los mismos líderes de los movimientos sociales quienes propusieron la idea de que la renuncia de Sánchez de Lozada debería dar paso a una sucesión constitucional, encumbrando al vicepresidente Carlos Mesa, con el apoyo del Parlamento. Por otra parte, aun siendo artífices del recambio presidencial, ni el MAS, ni el MIP, ni la Confederación Obrera Boliviana (COB), ni los mineros asumieron cuotas de poder en el nuevo gobierno, sino que prefirieron quedar al margen y en estado de alerta permanente para ver si es que Carlos Mesa, el sucesor constitucional de Sánchez de Lozada, es capaz de frenar la ortodoxia neoliberal, recuperar el gas y convocar a una Constituyente. ¿Entonces, qué ganaron los insurrectos? Empujar a las elites (Mesa es miembro de ellas y declarado liberal en asuntos de política y economía) a acabar ellas mismas con el modelo y con la exclusión social. Interpretando esta aspiración, en el mensaje que dio al jurar como presidente, Mesa prometió ante el Parlamento que convocará a un referéndum vinculante para determinar si se exporta o no el gas; que modificará la ley de hidrocarburos –el mecanismo mediante el cual se podrá revertir la propiedad del gas para Bolivia– y, en un plazo prudente, convocar a una Asamblea Constituyente. El día martes 21 reafirmó esta promesa ante unos 5 mil campesinos aymaras, agregando “si no cumplo, me pueden echar a patadas”. La inhibición de los movimientos sociales de tomar parte en este nuevo gobierno está claramente influenciada por el discurso mediático difundido fuera y dentro de Bolivia por el viejo orden, del que participa activamente la embajada de Estados Unidos. “Un gobierno con cocaleros, aymaras y los retazos de los partidos políticos tradicionales fácilmente sería estigmatizado como narcoterrorista, boicoteado desde fuera y desde adentro para llevarlo a una bancarrota en la administración y luego ir a nuevas elecciones para recomponer el modelo desde el centro, con las clases medias que siempre son tibias. Nosotros no tenemos que desesperarnos, tenemos que ir cerrando etapas, lo nuestro sigue siendo un anuncio continuo de lo que puede venir, una acumulación permanente que terminará con un gobierno legítimo de esta nueva izquierda, logrado por la vía democrática electoral”21. Estrategia de poderEfectivamente, el MAS tiene el objetivo de tomar el poder por la vía electoral. Por ello, desde mayo de este año ya se ha embarcado en una campaña que busca ganar por lo menos unas 150 alcaldías de las cerca de 300 que existen en todo el país. Desde allí, desde los gobiernos locales, se propone tender un cerco sobre el gobierno central, al cual llegaría, según sus cálculos, en las elecciones de 200722. Más compleja es la posición del movimiento aymara. Felipe Quispe y el MIP prácticamente han desistido de ampliar sus influencias más allá de su región, el altiplano. Su lucha se centra actualmente en redefinir los términos de pertenencia de la nación aymara en el Estado boliviano, sin renunciar a enmendar el modelo neoliberal. Para ello ha tomado como instrumento político e ideológico la identidad aymara, su cultura ancestral y todas sus particularidades (su sentido organizativo y de justicia y su sistema de autoridades), en busca de un estatuto autonómico. Esta aspiración podría verse cumplida con la Asamblea Constituyente que debe convocar el gobierno de Carlos Mesa. De modo que el gobierno del liberal Carlos Mesa se encuentra entre dos fuerzas antagónicas: la nueva izquierda (viva y revolucionaria, en crecimiento), que le permitió ahora asumir el gobierno, y el viejo sistema de partidos, apegado a las diezmadas elites empresariales y la embajada de Estados Unidos, que lo eligió en el Parlamento. Su alternativa histórica es enmendar el modelo para que los cambios trascendentales a los que se orienta el país se den dentro de una cierta normalidad, o bien insistir en una restauración disimulada del modelo. Los movimientos sociales le dieron 90 días de plazo para que empiece el proceso de reformas prometidas. “Si no cumple, también saldrá huyendo en helicóptero”, ha sentenciado Felipe Quispe. Las fuerzas de los partidos de izquierda y los movimientos sociales –hoy potenciados con la reaparición de la COB, los mineros y ciertos sectores urbanos de clase media– están intactas y en ascenso. El futuro de la revolución boliviana está todavía abierto.
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