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Un baño de sangre permanenteAun antes del atentado suicida contra el parlamento indio -atribuido a "grupos terroristas"- que provocó doce muertos el 13 de diciembre en Nueva Delhi, la crisis afgana había atraído la atención sobre este otro confllicto regional, un tanto olvidado, que enfrenta a India y Pakistán a través de combatientes musulmanes: el de Cachemira. "Terroristas" para Nueva Delhi, éstos son "combatientes de la libertad" para Islamabad. La India se presenta como víctima de una cruzada donde se aliarían el gobierno paquistaní, sus fuerzas armadas, y algunos movimientos islamistas cercanos a los talibanes y a Al Qaeda. Esta estrategia obliga al gobierno indio a mantenerse en pie de guerra y devasta la región.Srinagar, capital del Estado de Jammu y Cachemira, en el norte de India, es una ciudad en estado de sitio, donde el ejército y las fuerzas de seguridad indias son omnipresentes1. Eso se advierte nada más llegar al aeropuerto, donde rigen numerosas medidas de seguridad. En la ciudad y sus alrededores no se pueden caminar cien metros sin toparse con militares y policías. Están en todas partes, refugiados en búnkers y puestos de acecho, protegidos con chalecos antibalas y con escudos, alambradas o la coraza de sus carros blindados. Saigón y Beirut, en sus peores momentos, nunca tuvieron una vigilancia así. En el centro de la ciudad, algunos obreros reparan un muro de la Asamblea del Estado, destruido durante el ataque de un comando suicida que causó 40 muertos y 80 heridos en octubre de 2001. Ese despliegue de fuerzas se prolonga en los numerosos pueblos del valle (la parte central de Cachemira), así como en las cercanías de la Línea de Control (LOC), la antigua línea de alto el fuego que atraviesa el país de este a oeste, en una región montañosa donde se enfrentan periódicamente los ejércitos de India y Pakistán. En todas partes se está viviendo el momento de los “grupos armados” y de una presencia militar policial masiva, que la psicosis de atentados hace a veces brutal, lo que desespera a una población atrapada entre los fuegos cruzados de la guerra y la miseria. Al borde del lago Dal, entre Srinagar y los contrafuertes del Himalaya, los propietarios de House-boats, barcos-hoteles de madera tallada, se quejan de que les han robado el maná turístico. En los años ’90, el turismo de Cachemira cayó de 800.000 a unos pocos miles de personas al año. Ante la escasez de clientes, son muchos los que dejan que se pudran sus barcos. También aquí los militares, que acampan en un decorado espectacular, han sustituido a los visitantes extranjeros. India siempre negó que la responsabilidad de esta situación en Pakistán fuese suya. Por cierto, los dirigentes de Islamabad nunca aceptaron la incorporación de Jammu y Cachemira a la Unión India, apoyando permanentemente a las fuerzas secesionistas de Cachemira y haciendo de su conquista una causa sagrada. Todavía en mayo de 1999 lo atestiguaban la planificación y la organización de la invasión de la región de Kargil, del lado indio de la línea de alto el fuego2, por el ejército paquistaní. Pero la República Federal está muy lejos de ser inocente en este asunto, muy especialmente en lo relativo al fondo del problema: el trato que da Nueva Delhi a Cachemira y a los cachemires, su identidad, sus derechos y sus legítimas aspiraciones. Con el telón de fondo de la confrontación militar y diplomática, se ha puesto en marcha un engranaje de desconfianza e incomprensión. De entrada, el poder sospecha que la mayoría musulmana tiene simpatías secesionistas pro paquistaníes. “Desde siempre existe un malestar y una falta de confianza de los dirigentes indios para con la población musulmana de Cachemira, que lleva a un rechazo de cualquier crítica y de cualquier iniciativa política”, explica Mehbora Mufti, diputada y presidenta de un partido cachemir pro indio. Así fue como la consulta popular prevista por la Organización de Naciones Unidas (ONU) en 1948 fue dejada de lado. A pesar de sus intentos, la población local todavía no ha sido consultada, y mucho menos asociada a la vida política. Durante mucho tiempo Delhi prestó poca atención al resentimiento que eso provoca. El ex ministro indio de Asuntos Exteriores, Jyotindra Nath Dixit resume así la situación en una obra reciente: “Nuestros dirigentes y nuestro establishment se han mostrado reticentes a admitir que los problemas en Cachemira no sólo se deben a las acciones paquistaníes, sino también a la alienación de determinados sectores de la población (…). En las conversaciones, todo el mundo estaba de acuerdo en decir que el conflicto no podía resolverse únicamente por la fuerza y que era necesario restaurar el proceso político, pero no se ha puesto en práctica ninguna política para relanzarlo”3. Durante varias décadas, la suerte de los musulmanes cachemires, divididos entre India y Pakistán, quedó relegada a un segundo plano. Adeptos a un islam sufí, conocido por su moderación, se lo han tomado con paciencia. Durante las elecciones de 1987, era considerable la esperanza en una evolución democrática “a la india”. Frente a la formación oficial de la Conferencia Nacional, parecía tener el viento a favor una coalición de partidos (independentistas, pro indios, pro paquistaníes y partidarios de una autonomía creciente), bajo la bandera del Frente Musulmán Unificado. ¿Temió entonces el poder una desaprobación, dramática para India? En todo caso, recurrió a dos medidas brutales. Manipuló los votos para dar la victoria a la Conferencia Nacional y después detuvo a varios dirigentes del Frente Musulmán. Nueva Delhi utilizó los resultados de las elecciones para convencer del compromiso de los cachemires con India y, al mismo tiempo, descartar la idea de una consulta celebrada bajo los auspicios de la ONU. Pero con ese voto se enajenó el favor de millones de musulmanes de Cachemira, que se sienten engañados, despreciados y privados más que nunca de cualquier perspectiva política. El sentimiento anti indio se exacerbó. En la comunidad creció la rabia de los jóvenes, aumentó la rebelión. Y Pakistán capitalizó la situación. “Durante 40 años recurrimos a medidas democráticas y pacíficas. India respondió con violencia. Pero la violencia genera violencia y el odio genera odio; llegó lo que tenía que llegar”, recuerda Abdul Gani Bhat, un intelectual que preside la All Party Hurriet Conference (APHC), una coalición de movimientos independentistas y secesionistas pro paquistaníes. En 1998, Islamabad favoreció la causa de los cachemires que predican la lucha armada, ofreciéndoles una retaguardia. “Nos vimos obligados a luchar, no por razones religiosas ni por gusto de la violencia, sino para que se escuche la voz del pueblo y se tengan en cuenta nuestras aspiraciones. Para que India deje de comportarse como un ejército de ocupación y para que practique también aquí esa democracia que practica en su país”, explica Javed Mir, uno de los primeros en enfrentarse con el dispositivo militar indio con las armas en la mano. Este antiguo dirigente estudiantil, hoy vicepresidente de un partido independentista, el Jammu Kashmir Liberation Front (JKLF), tomó la decisión después de haber sido detenido y encarcelado en varias ocasiones por sus actividades políticas. “Como muchos opositores musulmanes”, afirma. Dicho esto, la frustración de los cachemires tal vez no haya sido el único catalizador de la lucha armada. “El año 1989 fue también el de la derrota de los soviéticos en Afganistán. En la euforia, algunos creyeron que sería posible repetir en Cachemira, contra India, lo que los mujaidines habían hecho en su país”, señala el editor Tahir Mohiudin. Por ejemplo, reciclando a una parte de los combatientes islámicos desmovilizados y las ayudas que disfrutaban a través de Pakistán, para comprometerlos con Cachemira. Año de referencia, 1998 marca el comienzo de una guerrilla en la que los llamados “militantes”, mayoritariamente jóvenes musulmanes del Valle, franquearon las montañas y la Línea de Control para dirigirse a los campos de entrenamiento de la Cachemira paquistaní, y en menor medida, de Afganistán. Allí recibieron una formación militar sumaria, completada con cursos de instrucción religiosa. Pakistán puso la infraestructura y pagó la factura. Al cabo de uno o dos meses, los nuevos combatientes volvieron al Valle. Actuando en comandos de cinco a diez, apostaban a la movilidad, daban en el blanco y desaparecían. Durante cerca de cinco años, la lucha fue librada esencialmente por “militantes” cachemires. Prueba, se dice aquí, de que gozan de un amplio apoyo entre una población en la que prácticamente cada familia ha perdido a un padre, a un hijo, a un hermano o a un amigo. Porque el tributo pagado a esta guerra, ignorado por el resto del mundo, se cifra en decenas de miles de vidas y en indecibles dolores que surgen en cada conversación. ¿El aumento de combatientes extranjeros, paquistaníes pero también afganos y sudaneses, hasta entonces poco numerosos, que se observa a partir de 1993, tiene que ver con esta terrible sangría? Algunos creen que sí. Otros recuerdan que en aquel tiempo, y aun más a partir de 1996 (año de la toma del poder por los talibanes en Afganistán), algunos jefes religiosos paquistaníes, como Maulana Masood, predicaban abiertamente “la liberación de Cachemira, que forma parte de nuestro plan de destrucción de India”4. Hasta estos últimos meses, reclutaban voluntarios y recolectaban fondos abiertamente para esa nueva yihad. Víctimas en aumentoEsa evolución modificó la relación de fuerzas en el seno de la lucha armada. Según el inspector general Rajinder Singh, un oficial de la Fuerza de Seguridad de Fronteras (Border Security Forces) que ofrece té y estadísticas en un búnker de Srinagar, la proporción correspondiente a “mercenarios extranjeros” en los efectivos de combatientes, calculados en 2.000 hombres, hoy estaría entre el 40% y el 50%. Según Singh, el grupo armado más importante en el Valle sigue siendo el Hizbul Mujahidi, con un millar de combatientes, un 85% de ellos cachemires. Los otros mil estarían repartidos sobre todo entre cuatro grupos paquistaníes: Laksar-e-Taiaba, responsable desde hace un año de una serie de operaciones suicidas; Jaish-e-Mohammed, al que se supone cercano a la organización Al Qaeda de Osama Ben Laden; y finalmente Harakat-ul Ansar y Al Badar. Frente a ese dispositivo, el ejército y las fuerzas de seguridad indias tendrían unos 20.000 hombres sobre el terreno. Con el correr de los años, la guerra se ha ido haciendo más mortífera: ha causado entre 25.000 y 40.000 muertos en el Valle. Macabra rutina, la cuota de víctimas aparece cada día en la portada de los periódicos locales. Combatientes, pero también civiles usados como objetivos o atrapados entre dos fuegos. En Srinagar, Baramulla, Kupwara, Sopore y tantos otros pueblos, los cementerios están llenos de jóvenes “mártires”. Las leyes de excepción, como el Public Safety Act (PSA), adoptadas para luchar contra la subversión, no arreglan las cosas. Partidos y organizaciones no violentas se lamentan de estar pagando los costos de toda veleidad de la oposición. Las detenciones son frecuentes y también las desapariciones. Hay pocos prisioneros de guerra. “Habitualmente, los militares no se toman la molestia de hacer prisioneros”, señala Manzoor Ganai, abogado del Alto Tribunal de Cachemira. Algunas unidades paramilitares tienen mala reputación. Es el caso del Special Operations Group y de los National Rifles, acusados periódicamente de asesinatos, violaciones, saqueos y otros atentados contra los derechos humanos con total impunidad. En 2001, y por duodécimo año, el conflicto cachemir experimentó una nueva llamarada de violencia, una nueva hecatombe. En noviembre pasado, las estadísticas oficiales daban cuenta de 4.000 incidentes, frente a los 2.500 del año precedente, de más de 3.000 muertos (1.600 “militantes”, 1.000 civiles y 500 soldados indios) y de 4.000 heridos, en su mayoría civiles. Las víctimas civiles también aumentan. Periódicamente se lanzan llamados para poner fin al baño de sangre, marginar la lucha armada y favorecer un proceso democrático. Pero en Srinagar algunos ya no creen más en eso, o no quieren creerlo. Para ellos no existe un mínimo de confianza –algo que debería ser previo– y no se hace nada para distender la atmósfera. Todo lo contrario. “En estos últimos años no se ha hecho ningún intento serio para salvar la brecha que separa a India de la población; ésa es la tragedia de Cachemira”, deplora Yusuf Jamil. Para este periodista unánimemente respetado “no querer diferenciar entre los grupos armados y tratarlos a todos de terroristas es negarse a ver la realidad, es alejarse de cualquier posibilidad de negociar”. Porque, se lamenta, “la única respuesta de India a todas las preguntas ha sido la represión. Delhi ha dilapidado su capital de simpatía. Ahora es demasiado tarde”. ¿Demasiado tarde? Ésa es la opinión de muchos cachemires. Otros prefieren creer en una última oportunidad. India, dicen, podría aprovechar en 2002 una serie de circunstancias favorables para cambiar las cosas: cansancio de la población, nueva fecha electoral y efectos positivos de la crisis afgana. Para Mehboba Mufti, no hay duda: “Si el gobierno indio quiere parar la hecatombe, es urgente restablecer la confianza. Y en primer lugar celebrar elecciones honestas. Sin eso, nada es posible”. Ante la perspectiva del año electoral en Cachemira, el primer ministro indio Atal Bihari Vajpayee se comprometió, en agosto de 2001, a celebrar una consulta “libre y honesta”. Queda, sin embargo, un pasivo electoral considerable: tras el fraude de 1987, los partidos independentistas y secesionistas boicotearon las consultas de 1996 y 1999. El APHC, principal fuerza de la oposición, afirma que no va a participar en más elecciones indias. Siguiendo el ejemplo de Pakistán, ahora reclama una consulta bajo la égida de la ONU y negociaciones con India, incluyendo a los cachemires. Así las cosas, ¿los indios pueden arriesgarse a elecciones verdaderamente libres, cuando tienen la evidencia de que la población no les es favorable? “A pesar de una mayoría electoral de dos tercios, la Conferencia Nacional (el partido en el poder) permanece alejada de las masas”, escribía el Kashmir Times en noviembre pasado. Amenaza mundialIndia podría sacar ventaja de la crisis afgana para hacer que avanzara el caso de Cachemira. Pero se trata de un arma de doble filo. La movilización internacional contra el terrorismo, la política pro estadounidense del general Pervez Musharraf y la dislocación del régimen de los talibanes significaron un serio golpe para los grupos islamistas que actúan en Cachemira, al tiempo que fortalecieron el papel de India, tanto en el plano interno como en el panorama internacional. Los dirigentes indios, lo mismo que Indira Gandhi al arrancar concesiones a un Alí Butho debilitado por la pérdida del Pakistán Oriental (convertido en Bangladesh) en 1972, se encuentran en posición de fuerza frente a los militares paquistaníes. Pero no es seguro que tengan ganas de innovar en esta cuestión. Al menos, no hasta que no hayan conseguido pruebas tangibles y la garantía de que los dirigentes paquistaníes están decididos a desmantelar las redes dirigidas contra la Cachemira india. “Poner fin al terror y a la yihad”, resume un alto funcionario indio. India se ve menos empujada a volver a abrir esta caja de Pandora en la medida en que no quiere a terceros en este asunto. Es una constante en su política. Aunque no sería imposible que la comunidad internacional, aprovechando la lección de la crisis afgana, se interesara por el polvorín de Cachemira y se dedicara a desactivarlo animando a los dos adversarios (poseedores ambos de armas nucleares), a negociar. “La amenaza potencial del conflicto de Cachemira es considerable, no sólo para nuestra región sino para el mundo entero. La comunidad internacional tiene que hacer algo”, estima Shabir Dar, secretario general de la Conferencia Musulmana de Cachemira. Sea como fuere, India está decidida a no ceder. “No somos un país pequeño al que se obliga a tal o cual concesión, a tal o cual compromiso contra su voluntad”, afirma con energía un alto funcionario de Asuntos Exteriores. Ese lenguaje de gran potencia suena bien a los oídos de los partidarios de continuar con la solución militar. No son pocos y el conflicto genera periódicamente una escalada nacionalista. Recientemente, el ministro de Defensa de la Unión, George Fernandes; el de Interior, Lal Krishna Advani, y el primer Ministro de Jammu y Cachemira, Faruq Abdulláh, apelaban al derecho de persecución, para poder seguir a los “militantes” hasta sus santuarios paquistaníes. Otros “halcones” sueñan abiertamente con una “buena guerra” con Pakistán, para vaciar el abceso. Todos ellos encuentran un eco favorable y electores entre la comunidad hindú. Y sin duda entre todos los que se benefician con la guerra, sean civiles o militares. En estas condiciones, señalaba cínicamente un periodista cachemir, “el mantenimiento del dispositivo militar y la muerte de 500 soldados al año, no es un precio demasiado alto a pagar para una nación de 1.000 millones de habitantes”.
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