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De “persona no grata” a aliado fervienteA diferencia de la administración Clinton, que promovía el acercamiento entre el líder palestino Yasser Arafat y los dirigentes del laborismo israelí con miras a un acuerdo de paz en la región, para la administración Bush y el Pentágono la estrategia central en Medio Oriente es la eliminación de Saddam Hussein, integrada en la campaña antiterrorista. Una estrategia para la que han desistido de buscar aliados entre los países árabes. Sólo la gravedad de la crisis los obliga a involucrarse, con una escandalosa complacencia para con la agresión militar del general Sharon.Hasta mucho tiempo después de su renuncia obligada al puesto de ministro de Defensa israelí (debida a su responsabilidad en las matanzas de Sabra y Chatila, en septiembre de 1982), Ariel Sharon siguió siendo persona no grata para Washington. Su rehabilitación comenzó cuando Benjamin Netanyahu lo nombró ministro de Relaciones Exteriores. En noviembre de 1997, Sharon fue a la Casa Blanca para reunirse con Sandy Berger, asesor de Seguridad Nacional del presidente William Clinton. Sharon había reconocido el carácter inevitable del Estado palestino, tratando de conseguir apoyo de la administración Clinton para su versión de los límites de ese Estado: una entidad compuesta por la mitad de Cisjordania y la casi totalidad de la Franja de Gaza. Según el diario israelí Haaretz del 28-11-1997, “un responsable de alto rango de la administración Clinton” habría declarado entonces que el asesor Berger “quedó impresionado por el encuentro: Sharon le había parecido pragmático y moderado”. Pero la estrella de Sharon nunca brilló tanto como en la primavera de 2002, en el Washington de George W. Bush. Según el primer ministro británico Anthony Blair, Sharon es uno de los soldados más fervientes de la guerra contra “el eje del Mal”… Así fue cómo se borró de la memoria de los responsables de decisiones y sus consejeros el recuerdo de los problemas que Sharon le creó a Washingotn durante años. Cuando más de tres divisiones israelíes –es decir, 75.000 soldados– se desplegaban en Cisjordania, cuando las principales ciudades de Cisjordania volvían a convertirse en ruinas, cuando israelíes y palestinos lloraban la muerte de cientos de inocentes, George W. Bush pronunciaba el 18 de abril esta declaración inverosímil: “Creo que Ariel Sharon es un hombre de paz”. En cuanto a Yasser Arafat, agotó hace mucho tiempo la escasa buena voluntad de Washington. El presidente Bush declaró el 6 de abril: “Arafat nunca pudo ganar mi confianza; nunca cumplió”. Pero el líder palestino no padece solamente de la incapacidad de complacer los deseos de la administración estadounidense. En Washington es escarnecido y puesto al nivel de los dirigentes considerados como parias políticos. Nadie teme ni respeta a este Premio Nobel de la Paz. Las discusiones se focalizan en su merecida eliminación política, que resulta no de las urnas –dado que es más popular que nunca– sino de la luz verde que Washington le da a Sharon. Arafat paga su asociación con el proceso de paz de Oslo, al que se oponen hace tiempo los principales estrategas de defensa nacional de la administración Bush, en la medida en que se oponen a la retirada israelí de los territorios ocupados. Durante la presidencia de Clinton, Arafat era recibido regularmente en la Casa Blanca; en el entorno de Bush eso es considerado ahora como un despilfarro de las facultades de un presidente: una carrera ilusoria hacia la paz palestino-israelí. Después de denigrar el proceso de Oslo como contradictorio con los intereses de Israel, los partidarios de Bush ven en la negativa del jefe palestino a la “oferta generosa” de Ehud Barak una señal del callejón sin salida diplomático al que está condenado todo intento de negociación con él. Además, en la perspectiva estratégica más amplia que representan “la guerra contra el terror” y la futura ofensiva contra Saddam Hussein, los palestinos y el mundo árabe sólo pueden cumplir una función secundaria. En la administración Bush nadie considera a Arafat y los suyos como “socios” al mismo nivel que los israelíes. En el mejor de los casos, el jefe de la Autoridad Palestina deberá ser neutralizado en tanto factor de inestabilidad. En el peor, Washington podría concluir, lo mismo que el Primer Ministro israelí, que Arafat y las instituciones que representa franquearon el límite del no retorno, y que en adelante se puede prescindir de ellos. Por otra parte la administración Bush estuvo a punto de tomar esa decisión en enero de 2002, después de que Israel interceptara un navío cargado de armas procedente de Irán destinado a los palestinos. Por eso la visita del secretario de Estado Colin Powell a la región a principios del mes de abril fue considerada por Henry Kissinger, pero también por el grupo de jóvenes asesores reagrupados alrededor del Presidente palestino, como “un intento estadounidense de dar una última oportunidad a Arafat”, para que satisfaga el deseo de Bush de “actuar conforme con su condena del terror”. Kissinger añade: “Habida cuenta de cómo reacciona el Presidente ante estas cosas, no tendremos proceso de paz sin que los participantes en ese proceso se opongan al terrorismo”.1 Bush encontró su “voz presidencial” con el tema emocional, pos Guerra Fría, de “la guerra contra el terror”. En la secuela de los ataques de Al-Qaeda contra Estados Unidos, el Presidente se complace en la claridad virtuosa de su cruzada. La respuesta estadounidense a los ataques del 11 de septiembre estableció su razón de ser política. Demostró su capacidad para movilizar a la opinión pública a favor de un designio diplomático, militar y estratégico que preexistía a la tragedia, y cuya pieza clave es el despliegue de nuevas generaciones de armas y sistemas nucleares encargados de contrapesar un eventual ataque aéreo. Así es como Bush alía el credo moral de la guerra contra el terror con preocupaciones mucho más prosaicas, como el escudo antimisiles o la proliferación de armas no convencionales. El 31de enero pasado el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, declaraba: “La verdadera inquietud en la actualidad es el vínculo existente entre las redes terroristas y los Estados terroristas que poseen armas de destrucción masiva. Tiene que llevar a la población del mundo entero a comprender con qué nos enfrentamos: algo muy diferente a lo que hubo en otros períodos, que no amenaza miles de vidas, sino cientos de miles. ¡Imaginen la potencia y el carácter letal de esas armas!”2 Principal aliado y admirador de Bush, Israel es también uno de sus apoyos fervientes en esta campaña de guerra. Pretende contar con el único sistema de escudo antimisiles balístico táctico que funciona en el mundo. Estados Unidos lo alienta a exportarlo a Turquía y la India. La alianza estratégica entre Jerusalén y Washington descansa sobre una colaboración de punta en materia de tecnología y estrategia antimisiles. Comparado con esto, los desacuerdos palestino-israelíes, o sirio-israelíes, a Washington le parecen menos imporantes. Hace más de veinte años que los dirigentes israelíes tratan de que Washington comparta su percepción de las amenazas no convencionales que representan Irán, Irak y en menor medida Siria. Sharon y sus aliados del Pentágono nunca aceptaron uno de los postulados de las negociaciones de Madrid (1991) promovidas por Estados Unidos después de la guerra del Golfo: la posibilidad de desplegar contra los regímenes radicales de Bagdad y Teherán una coalición que reúna a Israel con algunos Estados árabes. Después del fracaso de las negociaciones de paz, la administración Bush ha dejado de considerar que un acuerdo árabe-israelí sea la manera más eficaz de enfrentar a Irak o Irán. Rumsfeld, lo mismo que el vicepresidente Richard Cheney, piensa que ante todo hay que “terminar el trabajo” que empezó Bush padre y derrocar a Saddam Hussein. No ven la ventaja de pagar el precio político de una cooperación árabe que no es esencial, y que por otra parte están seguros de conseguir una vez lograda la victoria. La gira de Cheney por la región en el mes de marzo no hizo más que corroborar esa opinión. Actualmente, cuando los estrategas de Washington estudian un mapa del Medio Oriente, su mirada se clava en el Golfo. Sólo coaccionados por las circunstancias se ocupan de Palestina y sus guerras interminables. Su único temor verdadero es que la violencia desborde al este de Israel, hacia Irak y Jordania, y que pueda arrastrar incluso a Siria o al Líbano. A los ojos de la administración de Estados Unidos, el conflicto palestino-israelí es un agujero negro lleno de esperanzas frustradas, que hay que evitar a toda costa. Se trata de un espectáculo secundario que precede a un acontecimiento mucho más serio y determinante para el futuro de la región: la caída del poder iraquí. Qué alivio abandonar esas complicaciones que cuestan tiempo y cansancio sin aportar la más mínima ventaja. Powell parece comprender lo que está en juego en la ofensiva que Israel lanzó contra los palestinos: “Me voy, pero dejo detrás de mí cuestiones fundamentales para los pueblos y líderes de la región, como así también para la comunidad internacional. Para el pueblo y los dirigentes de Israel, se trata de saber si ha llegado el momento de que el Estado de Israel, un Estado fuerte y ardiente, mire más allá de las consecuencias destructoras de las colonias y la ocupación, que deben tener fin, de acuerdo con las claras posiciones asumidas por el presidente Bush en su discurso del 4 de abril. Los israelíes tienen que mirar hacia adelante, hacia la promesa de una paz global y duradera forjada por la región y el mundo entero. Para el pueblo y los dirigentes de la Autoridad Palestina, se trata de saber si será posible renunciar para siempre a la violencia y al terrorismo, y concentrarse en una paz lograda estrictamente a través de negociaciones. Los terroristas y los responsables de hechos violentos no deben tomar como rehén el sueño palestino de independencia e impedir la emergencia de un Estado palestino”, explicaba antes de abandonar Jerusalén, el 17 de abril pasado. El secretario de Estado impulsa a su gobierno a reconocer las ventajas de una independencia palestina, diez años después de que la anterior administración Bush se comprometiera en una “carta de garantía” dirigida al gobierno de Izhak Shamir a oponerse a ese Estado. Pero Powell se ve doblemente bloqueado: por los favores de que goza en Washington el Primer Ministro israelí, pero también por un marco diplomático que no tiene relación con los cambios que Sharon impone en el terreno. Estas transformaciones reflejan por otra parte la concepción israelí, según la cual el acuerdo firmado en Oslo con Arafat toca a su fin. Cuando accedió al poder, la intención de la administración Bush era no desempeñar ninguna función importante en la cuestión. Pero la persistencia de la Intifada y los ataques militares de Israel en las zonas autónomas palestinas se impusieron a los principales responsables de Washington. Esta implicación dio lugar a una gestión de la crisis cada vez más ineficaz, carente de una verdadera estrategia política. Los únicos rasgos claros en la actitud actual de Estados Unidos son, por una parte, los reiterados llamados a la Autoridad Palestina para que ponga fin a la rebelión palestina, remita a sus propias fuerzas o a fuerzas opuestas; y por otra parte, la exigencia de que el Primer Ministro israelí coordine sus iniciativas militares con la Casa Blanca, como prometió. La actitud benévola de Bush para con el gobierno de Sharon fue extraordinaria, incluso a la luz de la estrecha colaboración y la amistad histórica entre Estados Unidos e Israel. En 2001 Washington asistió con desapego a la destrucción por Israel de los fundamentos de los acuerdos de Oslo, que sin embargo Estados Unidos había firmado. A principios de diciembre de 2001, en ocasión de una reunión entre Sharon y Bush en Washington, este último se limitó a pedir que no mataran a Arafat. En el curso de las semanas siguientes el gabinete israelí negó toda legitimidad a la Autoridad Palestina, definiéndola como “una entidad que apoya al terror”, y al mismo Arafat como “fuera de lugar”. Cuando sus incursiones se hicieron cada vez más numerosas, en marzo y abril de 2002, Israel asestó el golpe de gracia a los servicios de seguridad palestinos que operaban en Cisjordania. Sin embargo estos constituían uno de los elementos esenciales de un acuerdo firmado hace diez años entre Israel y la Organización por la Liberación de Palestina (OLP), que había hecho posibles las negociaciones de Oslo. Y aunque la CIA haya apoyado políticamente y asistido técnicamente a esos servicios durante mucho tiempo, Estados Unidos no reaccionó cuando Sharon los mutiló, e intervino únicamente durante el ataque de abril para modificar en algo las condiciones de su capitulación. Sin embargo, la preocupación que llevó a Powell a emprender su repentino viaje en abril era ante todo la amenaza de deterioro de la situación regional debido al ataque israelí. “Dos o tres días después del comienzo de las incursiones (israelíes), las embajadas (de Estados Unidos) empezaron a darnos a conocer sus consecuencias en las calles y para los dirigentes de la región. Vimos cosas que nunca hubiéramos imaginado ver: coches calcinados en Bahrein, medio millón de personas protestando en Marruecos, manifestaciones en Egipto. La situación nos inquieta, y esta inquietud es que no afrontamos solamente un conflicto entre dos bandos en los territorios ocupados, sino algo que hierve y desborda la marmita, que concierne no solamente a los intereses estadounidenses, sino también a los de Israel, y de manera duradera, a largo plazo”, explicó Powell el 9 de abril pasado. El itinerario que eligió Powell traiciona la voluntad de evitar un eventual contagio más allá de Israel y Palestina. En ocasión de sus visitas previstas a Marruecos, Egipto y España, Powell dio su acuerdo a una declaración de las Naciones Unidas, de la Unión Europea y Rusia, más agresiva que los discursos de la Casa Blanca, pero Washington y los medios estadounidenses la olvidaron enseguida. En sus encuentros en Beirut y Damasco precisó que deseaba una tregua con el Hezbollah en la situación sobre el frente norte de Israel. En cuanto al presidente Bush, también llamó a Siria e Irán a no intervenir en este asunto. Declaraciones que prueban la naturaleza de los principales objetivos estadounidenses en la región, mientras Israel seguía con su agresión militar. La política de Estados Unidos para con Palestina e Irak da muchos dolores de cabeza a sus numerosos aliados árabes: Egipto, Jordania, Arabia Saudita. Esta última trató de llenar el vacío diplomático creado por las elecciones de Bush y de Sharon formando una coalición árabe para un plan que ofrece la paz y el reconocimiento de Israel. Después de poner en sordina esta oferta, Bush la interpretó erróneamente como un intento dirigido a quitar el “caso Palestina” de manos de Arafat y la OLP para entregarlo a los Estados árabes, que lo detentaron de 1948 a 1974. El hecho de que el Primer Ministro israelí haya podido impedirle al Presidente palestino que fuera a la cumbre árabe de Beirut demuestra que a pesar de sus discursos la Casa Blanca contaba con pasar por encima de Arafat, lo mismo que Sharon. “Desde el 11 de septiembre, me empeño en transmitir este mensaje: todo el mundo tiene que elegir: o se está con el mundo civilizado o se está con los terroristas. Todos en Medio Oriente tienen que elegir y actuar de manera más decisiva, en las palabras y en los hechos, contra el terrorismo. El Presidente de la Autoridad Palestina no se opuso a los terroristas de modo perseverante, no los enfrentó. Es en buena parte responsable de la situación en la que se encuentra. No aprovechó las oportunidades que se le presentaron, de manera que traicionó las esperanzas del pueblo que supuestamente lidera. Dado su fracaso, el gobierno israelí se ve en la obligación de atacar las redes terroristas que matan a sus ciudadanos… Mientras Israel da un paso atrás, los responsables palestinos y los vecinos árabes de Israel tienen que avanzar y demostrarle al mundo que son verdaderamente partidarios de la paz. El peso de la opción les corresponde a ellos”, observaba Bush en su discurso del 4 de abril pasado. Al abandonar Medio Oriente el 17 de abril, el secretario de Estado de Estados Unidos dejó la región en un estado todavía más grave que cuando llegó. El Primer Ministro israelí no puede sino sentirse alentado por la complacencia con la que la administración Bush lo deja poner en práctica su programa político y militar. Arafat no puede sino estar consternado ante la ausencia de interés de Washington por rehabilitarlo. Y de un lado y otro hay inocentes que se preparan a caer en los futuros enfrentamientos.
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