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Mantener la paz, un sueño frustradoMientras la Segunda Guerra Mundial continuaba en Asia, la adopción de la Carta de las Naciones Unidas, en junio de 1945, en San Francisco, marcaba un giro radical en la historia de las relaciones internacionales. Se prohibía a priori todo "recurso a la fuerza", ya fuera la guerra o cualquier otra forma de intervención militar. Un órgano centralizado, el Consejo de Seguridad, se encargaba de resolver las diferencias y, a tal fin, podía adoptar medidas coercitivas, económicas y también militares. Tras los infructuosos intentos de la Sociedad de Naciones (SDN) 1, se pasaba así de un sistema de "guerra justa", donde la acción militar dependía del poder casi discrecional de los Estados soberanos (represalias, reparación de injurias, cobro de deudas), a un sistema fundado en la legalidad racional. En adelante, sólo se autorizaba la acción armada en dos casos basados en criterios objetivos: una agresión que justificara la legítima defensa o una amenaza contra la paz comprobada por el Consejo de Seguridad y que exigiera su intervención. La simple invocación de valores supremos, por definición variables según cada país, ya no bastaba para justificar la guerra. Además, todo recurso a la fuerza debía ser autorizado o supervisado por el Consejo. Teniendo en cuenta el fracaso de la SDN, la idea de seguridad colectiva adquiría así una forma más coercitiva, de la cual se esperaba que impidiera un conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética. A pesar de su rigor, las reglas introducidas por la Carta no impidieron numerosas guerras fuera de los mecanismos previstos. En nombre de "causas justas", la Unión Soviética y Estados Unidos emprendieron acciones militares unilaterales: la primera, en Hungría (1956); Checoslovaquia (1968) y Afganistán (1979); el segundo, en Cuba (1961), Nicaragua (años '80), Granada (1983) o Panamá (1989). En el Sur, los conflictos de "baja intensidad" se multiplicaron, tanto en África y en Asia como en América Latina, y la ocupación de Palestina aún continúa. Ocurre que el Consejo de Seguridad quedó reducido a la impotencia por el juego de vetos de ambos bloques. A lo sumo sirvió de foro de discusión o, en algunos casos particulares, de órgano de gestión de un alto el fuego, organizando "operaciones de mantenimiento de la paz" que tenían una capacidad de acción limitadas, como la Fuerza de las Naciones Unidas para el Mantenimiento de la Paz en Chipre (UNFICYP) o la Fuerza Interina de las Naciones Unidas en el Líbano (FINUL). La excepción permanenteSin embargo, el fin de la Guerra Fría no restableció ni el derecho internacional ni la ONU. La Guerra del Golfo de 1991, aunque se haya iniciado conforme a la institución de la legítima defensa -la agresión de Irak a Kuwait- y bajo la égida de una autorización del Consejo de Seguridad, no marcó el surgimiento de un nuevo orden mundial. Las hostilidades iniciadas por los Estados de la Alianza Atlántica contra Yugoslavia, en 1999, demostraron que las grandes potencias podían eludir el Consejo de Seguridad cuando no estaban seguras de lograr su aval. Este desvío se intensificó tras los atentados del 11 de septiembre de 2001: la "guerra contra el terrorismo" lanzada por Estados Unidos fomentó una suerte de estado de excepción jurídica permanente 2. Del derrocamiento de los talibanes, en ausencia de una agresión armada previa jurídicamente imputable al Estado afgano, a la intervención militar estadounidense-británica contra Irak en la primavera de 2003, efectuada sin ningún tipo de autorización del Consejo de Seguridad 3, la guerra unilateral retornó de manera espectacular a la escena mundial. Concebida como un medio para lograr el equilibrio internacional, la ONU es a veces instrumentalizada por las grandes potencias, y permite justificar acciones militares selectivas, mientras que en otras situaciones (por ejemplo, la ocupación de Palestina por parte de Israel) prevalece la pasividad; otras veces se ve paralizada por la oposición de las grandes potencias... lo que no impide que estas últimas actúen sin mandato si deciden hacerlo. Sin embargo, el fracaso de la Carta de las Naciones Unidas en el terreno de la fuerza debe relativizarse. Aun maltrecho, el multilateralismo sigue estando al menos presente en el discurso. Cada acción militar sigue siendo formalmente justificada según el derecho. Las reglas internacionales no son pues cuestionadas como tales, aunque numerosas doctrinas políticas intenten justificar su elusión. A veces se invoca la legítima defensa, como en la mayoría de las intervenciones militares efectuadas durante la Guerra Fría o, más recientemente, en Afganistán. Otras, se alude a una autorización que el Consejo de Seguridad habría dado implícitamente como en el caso de Yugoslavia (1999) o Irak (2003). Si bien algunos invocan el derecho de injerencia humanitaria, casi la totalidad de los Estados 4 lo rechaza firmemente. En particular, los países europeos prefirieron afirmar que su intervención militar en Kosovo (1999) se explicaba por circunstancias excepcionales y no constituía pues un antecedente 5. En cuanto a la guerra contra Irak, provocó una movilización sin precedentes de la opinión pública y de la mayoría de los gobiernos. Oficialmente, la idea de guerra preventiva nunca se reivindicó como tal desde un punto de vista jurídico para apoyar una guerra. Para la intervención en Irak, Estados Unidos, al igual que los demás Estados de la coalición, prefirieron interpretar abusivamente antiguas resoluciones del Consejo de Seguridad. En cambio, en el marco de una eventual reforma de Naciones Unidas, la idea a veces se menciona (ver Samantha Power, pág. 14). Se evidencia así un doble discurso. Cuando los gobernantes se dirigen a la opinión pública nacional, pueden permitirse justificar una intervención militar sobre la base de motivos políticos (la lucha contra el terrorismo) o morales (el "derecho" de injerencia humanitaria). En cambio, frente a un auditorio conformado por los demás miembros de la comunidad internacional, se circunscriben a argumentos jurídicos clásicos, aunque tengan que interpretarlos abusivamente. Es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. Las debilidades institucionales de la ONU sólo explican en parte su relativo fracaso. La constitución de un Comité de Estado Mayor, que conforme a lo previsto en el artículo 47 de la Carta estaría integrado por Jefes de Estado Mayor de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad y sería responsable de la dirección estratégica de todas las fuerzas armadas puestas a disposición del Consejo, nunca se concretó. Su ausencia fue reemplazada por mecanismos informales que revelan la intención de los grandes Estados de conservar el control de sus medios militares. A partir de los años '50 y de la intervención en Corea, se asistió a la constitución de Fuerzas de las Naciones Unidas (denominadas Cascos Azules), compuestas en cada caso por soldados que se encuentran jurídicamente bajo la autoridad de la ONU, pero que provienen de contingentes nacionales. La ONU depende así de la buena voluntad de sus Estados miembros, y esto conlleva consecuencias a veces desastrosas, como en el caso de la retirada de los Cascos Azules belgas de Rwanda en momentos en que comenzaba el genocidio (1994). Para el Consejo de Seguridad, otro desvío consistió en delegar el ejercicio de sus competencias militares a ejércitos nacionales (en Irak, Bosnia-Herzegovina, Somalia, Rwanda, Haití, Albania, Costa de Marfil...) actuando, llegado el caso, en el marco de organizaciones regionales como la Unión Europea o la Unión Africana. Así, la acción armada sólo resulta colectiva (o en todo caso universal) en los papeles, al no estar el Consejo capacitado para controlar las operaciones. Además, el sistema de votación en el Consejo de Seguridad resultó a menudo paralizante. Había sido concebido como una suerte de compromiso para asegurar una acción eficaz: el principio del voto por mayoría calificada debía permitir paliar las dificultades surgidas entre las dos guerras por la Sociedad de Naciones, donde prevalecía la regla de la unanimidad. La práctica flexibilizó el régimen inicial, admitiendo que la simple abstención de un miembro permanente no podía obstaculizar la toma de decisiones (ver "¿Maldito derecho de veto?" pág. 16). Del mismo modo, la Asamblea General se confirió, en caso de bloqueo del Consejo, el derecho de hacer recomendaciones adecuadas, incluso para recurrir a la fuerza. Sin embargo, esta flexibilidad es limitada. El veto o, más aun, la amenaza de su utilización siguen siendo frecuentes. En cuanto a la Asamblea General, se limita a aprobar declaraciones de principios que definen las condiciones en las cuales puede ejercerse el recurso a la fuerza; o bien a condenar formalmente -y muy esporádicamente- una intervención militar particular (invasión de la URSS a Afganistán en 1979 o intervención de Estados Unidos en Nicaragua en 1985, por ejemplo). Además, ni durante la guerra contra Yugoslavia ni durante la guerra contra Irak las potencias intervinientes consideraron útil obtener una legitimidad ante la Asamblea luego de haber fracasado ante el Consejo de Seguridad. ¿Puede hablarse de "bloqueo" de la institución? Tanto para Yugoslavia como para Irak, el "bloqueo" sólo existía con respecto a una intención de desencadenar una guerra considerada la única salida posible, aun cuando el Consejo de Seguridad estuviera dispuesto a adoptar otras medidas menos extremas. Del mismo modo, la Corte Internacional de Justicia (CIJ), único órgano de la ONU con facultades para evaluar la licitud de acciones militares, fue muy poco consultada desde 1945. Aun cuando el debate recayera sobre una eventual intervención en Irak en 2002-2003, ningún Estado consideró oportuno solicitar la opinión de los jueces de La Haya. La Corte podría también controlar la legalidad de las resoluciones del Consejo de Seguridad. Pero nada de ello sucede: el Consejo decide actuar o no en función de consideraciones políticas. En cuanto a las competencias represivas de la Corte, siguen siendo demasiado teóricas, ya que están sujetas a la aceptación del Estado al que se acusa. Por ejemplo, cuando Yugoslavia recurrió a la CIJ en junio de 1999 para que se condenara la agresión que le infligiera la OTAN, los diez Estados miembros acusados prefirieron invocar la incompetencia de la Corte en lugar de ejercer su defensa en un proceso judicial 6. Finalmente, el debate institucional parece reducirse a un dilema. O se elabora un sistema ideal, corriendo el riesgo de un derecho aun menos aplicado que el actual derecho internacional; o se asume una perspectiva más realista, con lo que se desalienta cualquier posibilidad de reforma. "La" solución institucional a los problemas de la ONU parece así remitirse a cuestiones más fundamentales que afectan la propia estructura de la sociedad internacional. Como su nombre lo indica, el Consejo de Seguridad es un órgano con vocación de policía. Aunque haya desarrollado una concepción muy amplia de esta noción (flujo de refugiados, violación de los derechos humanos, problemas sanitarios o incluso económicos), sigue funcionando en una óptica esencialmente represiva. El enfoque de la seguridad colectiva permanece, en su conjunto, fragmentado: no se concibe ninguna política de conjunto para integrar las múltiples facetas, militares pero también políticas, económicas, sociales o incluso culturales, de los problemas surgidos. Así, la Organización Mundial del Comercio (OMC) o el Fondo Monetario Internacional (FMI) continúan trabajando al margen del sistema de Naciones Unidas y fuera de su control. La sociedad internacional, por su parte, se encuentra muy fragmentada. Si bien los Estados se pusieron de acuerdo en algunos grandes principios -no recurrir a la fuerza, derechos humanos, cooperación económica-, la interpretación que hacen de cada uno de ellos sigue siendo muy variada, tal como lo demostró la intervención en Irak en 2003. Es precisamente por esta razón que pretenden siempre subordinar el recurso a la fuerza a la supervisión de un órgano central apto para arbitrar sus diferencias de interpretación sobre lo que constituye una causa justa. Pero es también por esta razón que no van más lejos. Mientras no exista un organismo político único capaz de crear y hacer cumplir normas jurídicas basadas en una cohesión ideológica fuerte, el derecho internacional seguirá dependiendo de relaciones de fuerza coyunturales, tanto en su elaboración como en su aplicación. Ninguna reforma institucional podrá imponer o reemplazar este proceso de legitimación política necesario que la Carta de las Naciones Unidas, hoy maltrecha, intenta favorecer. El derecho internacional constituye ante todo un lenguaje común del que se espera que, incitado por un combate político constante, contribuya a impedir la guerra.
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