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Auge de las pequeñas librerías francesas¿La competencia de los "megaespacios" como Virgin o la FNAC, de los bestsellers en cadena? Ningún problema. Luego de un tiempo de crisis, los pequeños y medianos libreros franceses supieron adaptarse y hasta sacar provecho de ella. Ayudados, eso sí, por un mercado con poder adquisitivo, el precio fijo del libro y generosos apoyos oficiales."Pero no, si va muy bien". A Valérie Martin, nuestro asombro le divierte. "Se puede decir incluso que la librería nunca anduvo mejor". Pequeña (40 metros cuadrados), decorada con gusto -en las paredes, fotografías de escritores y reproducciones; al fondo, un rincón para niños; en medio del salón, tres mesas de novedades, con discretas etiquetas que destacan los libros apreciados por la propietaria del lugar1 -, Voyelle es una librería que funciona bien. Supo resistir todas las conmociones (técnicas, económicas) de las últimas décadas y sigue prosperando. "Hace veinte años que ejerzo este oficio, y lo vi todo", prosigue Valérie Martin, "el desarrollo de las FNAC, la instalación de Divan, Amazon.com y la venta en línea; también a algunos colegas que tuvieron que cerrar. El golpe fue duro, mi facturación cayó repentinamente, pero me mantuve y no dudo en decir que la situación es muy entusiasmante". ¿Cuál es el secreto del éxito? Una gestión eficaz, una supervisión sistemática, una curiosidad siempre alerta, la preocupación permanente por adaptarse, sin dejar de resguardar la identidad. ¿Los hipermercados venden principalmente best-sellers? Voyelle posee un rico fondo editorial. Elige todos sus libros. "Trabajo con lo más difícil. La gente no entra aquí para comprarse el último éxito editorial". Vienen también por el ambiente, en busca de un consejo esclarecido (Valérie lee mucho, incluso manuscritos y pruebas); a foros de discusión sobre un tema (el último fue sobre Nietzsche) con autores invitados que firman sus libros; a discusiones que a veces duran hasta la una de la mañana, alrededor de una mesa con algún bocadillo: "Hay momentos mágicos. La gente muchas veces no se conoce y se distiende enseguida, hace preguntas, conversa". Facturación en alza, clientes que a menudo se transforman en amigos: ¿por qué Valérie Martin no habría de ser "muy optimista"? ¿Será Voyelle una excepción? De ningún modo. De los alrededor de treinta libreros visitados durante esta investigación, tanto en París como en provincia, ninguno se mostró desalentado, menos aún desesperado. Si bien no escatiman sus críticas respecto a los distribuidores y empresas de difusión y se quejan de un trabajo que muchas veces es agotador, se ven muy satisfechos de su balance preferentemente positivo. La librería se agranda, como en el caso de La Préface, en la periferia de Tolosa, que en 18 años pasa de 35 a 240 metros cuadrados; La Galerne, en el Havre, de 100 a 1.000 metros; Ombres blanches, en Tolosa, de 90 a 1.700 metros… Sus arcas están en equilibrio y no se concretó ninguna de las amenazas que parecieron poner en peligro su existencia. Una competencia estimulanteLlegan incluso a sonreir ante nuestros temores. Eric Pressac, dueño de tres librerías en París, entre ellas L'Atelier, en la rue des Martyrs, hace una mueca de desaprobación cuando le preguntamos cuáles son sus problemas. "¿Problemas? Yo hablaría más bien en términos de alegría. Alegría de descubrir nuevos libros, alegría de darlos a conocer". ¿Pero y la competencia de la FNAC y los hipermercados, la concentración de la distribución, la superproducción? Ninguno de ellos aborda estas cuestiones espontáneamente, como si no se las plantearan. Al principio, la competencia da miedo, a veces desestabiliza o destruye, pero las más de las veces, cuando la librería es saludable y el librero es enérgico, es un estímulo. Las librerías chicas de la XV circunscripción de París no se vieron afectadas por la llegada del Divan, Amazon: "Les dimos un mayor dinamismo", constata su dueña, Christine d´Heilly. Según las observaciones de la Ayuda al Desarrollo de las Librerías de Creación (ADELC ), las FNAC fueron un incentivo para muchas librerías: "Cuando una FNAC se instala en la ciudad cerca de otras librerías que cuentan con la ayuda de ADELC, se constata una dinamización del mercado, que se traduce en un crecimiento promedio del 18,6% (16,57% si se incluye París), para un promedio nacional del 14,63%"2. Sin duda, en un primer tiempo la FNAC (al igual que los hipermercados) puede sacarles clientes a las librerías independientes, pero estos últimos vuelven, o bien compran un best-seller en el gran establecimiento y después van a su librería en busca de un ensayo o de una buena novela. Porque en la FNAC, a diferencia de lo que sucede en las librerías, la rotación de los libros es muy rápida, los textos más específicos (como por ejemplo, los de los pequeños editores), o los libros menos pedidos suelen faltar en los estantes y los vendedores no siempre son muy calificados: "Por cierto, reciben una formación, y esa formación es buena, pero es demasiado rápida. Y no hay un seguimiento sostenido", dice una vieja librera, Claire Grimal. "Entonces se olvidan rápido. Y además, en esas especies de PyME que a menudo representan los espacios de las librerías -en la FNAC-Étoile, ese espacio ocupa 1.400 metros cuadrados y a sesenta personas- constantemente hay empleados ausentes (enfermos, de franco, en formación). Entonces contratan suplentes, cuya idoneidad suele ser dudosa". FNAC, hipermercados, librerías independientes: sus roles divergen. Unas crean, las otras reproducen. "El auténtico librero se ocupa del niño que acaba de nacer, después, están las repetidoras", explica Henri Causse, director comercial de Editions de Minuit y uno de los responsables de ADELC. Por ejemplo, La Boucherie (París) lanzó La maladie de Sachs, de Martin Winckler3. El crítico Laurence Patrice leyó una noche ese relato de un médico de campaña, le gustó y lo dio a conocer. De tan buena manera que el editor, asombrado, lo llamó por teléfono para preguntarle las razones del éxito. Poco después, el libro estaba expuesto y los clientes de las FNAC "lo arrancaban" de las mesas. "Sí, somos muy diferentes", insiste Elisabeth Certucci (Les Sandales d'Empédocle, de Besançon). "Tanto para los autores -que muchas veces descubrimos- como para los lectores: atención personalizada, personal calificado, consejos, existencia de un fondo editorial, rapidez en los pedidos, todo nos distingue". Más de un interlocutor estima que la competencia, hoy por hoy, opera en sentido inverso. "Somos más bien nosotros los que incomodamos", dice Christine d´Heilly. Eric Pressac está convencido de ello y Colette Kerber (Les Cahiers de Colette, París) nos mira asombrada: "¿Incomodidad? Nos complementamos. Ellos no me hacen ninguna sombra". ¿Pero acaso los grandes establecimientos no soportan mejor la superproducción de libros (cerca de 400 novedades en el reinicio del año lectivo francés, en octubre de 2.000)? No, responden casi a coro los libreros: la abundancia de títulos nuevos los obliga a realizar un trabajo suplementario, del que sacan un mayor rendimiento. Se informan más, leen mucho más, para extraer de una masa opaca o mediocre los libros que interesarán a su clientela: desde el mes de abril preparan el reinicio de septiembre. Tampoco temen que el libro electrónico los lleve a la ruina. Primero, porque cuesta muy caro (5.700 francos; unos 770 pesos), porque la descarga no es más económica que la compra de un libro y porque en lo inmediato, sólo se puede descargar autores clásicos. Elisabeth Latraverse, representante de las ediciones Seuil y profesora durante mucho tiempo, dice: "Treinta años atrás se anunció la desaparición inminente de los libros de gramática. Siguen existiendo. Lo que pasa es que el lector no es sólo un homo técnicus. Siente placer al tocar un libro, al hojearlo, al prestarlo. ¡Es muy distinto a un cassette!" Los oficios del libroLibros en abundancia, clientes fieles, buenas ventas: ¿todo va de la mejor manera para los libreros? Si se compara la situación actual con la de las tres últimas décadas, la respuesta es evidente, y positiva. Al menos para los que sobrevivieron a los años oscuros, así como para los recién llegados a un oficio que se transformó por completo. Así lo explica Henri Causse: "En los años ´70, muchos libreros se vanagloriaban de acumular un fondo editorial, cultivaban su imagen de intelectuales y no se percibían a sí mismos ante todo como comerciantes. Muchos se envanecían de poseer toda la obra de Georges Bataille o de Antonin Artaud, y consideraban degradante vender policiales o historietas". Envarados en su dignidad, despreciativos a veces con su clientela, apuntalados por una concepción perimida de su actividad, estos "vestales de la cultura", como los denomina el representante de Hachette, Jean-Luc Thollard, no veían o no querían ver las profundas transformaciones que estaban afectando a los oficios del libro. Oficios que van pasando del estadio artesanal al industrial, que se concentran (creación de grupos de empresas de difusión y distribución), se informatizan, exigen una rotación rápida de los libros, así como una contabilidad rigurosa y, para hacer frente a estos cambios, una formación en la gestión moderna. Por embanderarse en un elitismo obsoleto, por confundir librería con biblioteca, por dormirse en la rutina e ignorar las mutaciones en curso, o perderse en ellas, muchos libreros fueron a la quiebra. Bancarrota a menudo acelerada por las transformaciones del tejido urbano, o por el empobrecimiento económico de una región (aunque esos factores en sí mismos no basten para explicarla). La capacidad de adaptación de los libreros juega entonces un rol fundamental. Incluso en regiones damnificadas, como el norte de Francia, hay libreros independientes que se instalan y prosperan. Así lo constata Elisabeth Latraverse: "En Roubaix, Amiens, Lille, Arras, se abrieron librerías. Conozco una, en Dunquerque, que no temió instalarse al lado de Virgin y marcha muy bien". Privilegiando los factores objetivos (reestructuración, concentración), razonando casi exclusivamente en términos de lógica económica, a menudo se olvida que si bien los individuos no pueden transformar por completo una situación, sí pueden inventar estrategias de resistencia y hacer intervenir en su provecho las reglas de juego de un sistema que a primera vista los condena. Algunos libreros lo comprendieron muy bien. Ayudados por la ley Lang (1981) que impone el precio único -son demasiados los compradores que lo ignoran, e imaginan que los hipermercados venden más barato-, tienen la posibilidad desde 1988 de obtener los beneficios del apoyo de ADELC. Creada por la iniciativa de cuatro editores (Minuit, La Découverte, Le Seuil, Gallimard), a quienes luego se unieron otros más, ADELC otorga a los libreros adelantos de fondos, participa simbólicamente en el capital (5%) y se retira cuando el préstamo termina de ser devuelto (plazo máximo: ocho años). Esto permite a algunos instalarse, a otros agrandarse o recuperar su equilibrio financiero. Hay quienes afirman que si no existiera ADELC, la situación de muchas librerías independientes sería hoy por hoy muy crítica. Y muchas no habrían podido ver nunca la luz del día. Es probable. Pero los medios financieros no garantizan por sí mismos el éxito. Más aun porque ADELC casi nunca otorga subvenciones. Los libreros, además de devolver el dinero, tienen que dar vida a su negocio. Se las arreglan de distintas maneras, que responden a una misma preocupación: diferenciarse. Por los locales, por ejemplo, como en Brouillon de Culture en Caén, donde la librería se presenta como un laberinto: uno se pierde allí dentro, sube, y baja. Los clientes encuentran mucho placer en ese deambular. Y hay casos aun mejores, o donde se ofrecen más cosas: en el espacio central de La Galerne, Guy de la Porte abrió un café que a mediodía se transforma en restaurante (ensaladas, omelettes, tartas) donde unas cuarenta personas se sientan a la mesa cada día. "También vamos a una librería para distendernos. Para mirar. Para conversar. Para complacernos. Calculamos que el 35% de los visitantes entran sin intención de comprar. Pero si la librería les agrada, hablarán de ella, traerán amigos. Si no, hojean libros, leen. ¿Y acaso nuestra función no es fomentar el gusto por los libros?" Guy de la Porte deja en toda libertad a aquellos que se quedan a veces durante horas sin comprar nada. Como un viejo que vive a 30 kilómetros de el Havre y que periódicamente viene a pasar el día en La Galerne: arrellanado en un sillón, con libros de arte sobre sus piernas, se queda hasta las cinco de la tarde, hora en la que debe partir para tomar su autobús. En muchos casos originales y acogedoras, las librerías evidentemente no descuidan su función primordial, que es vender. Se esmeran en la presentación de los libros, que se señalan a veces con una etiqueta para atraer la atención del eventual comprador. Según nos dice Elisabeth Cerruti: "Es casi indispensable. ¿Cómo orientarse, si no, dentro de semejante abundancia de títulos? Aunque estén clasificados por categorías, por temas, dan vértigo. Y además, muchos clientes, sobre todo cuando son nuevos, se sienten intimidados. Se diría que tienen miedo de los libros. Miedo de parecer incultos si piden un consejo. Las etiquetas pueden guiarlos". Sin duda. Sobre todo, si son discretas, concisas, no excesivamente numerosas, si llevan el nombre de pila del librero que lo recomienda. Pero sucede, aunque muy pocas veces, que llegan casi a cubrir el libro por completo, hieren la mirada por sus colores (amarillo, verde, anaranjado), por la banalidad del comentario ("Milagroso", "Formidable", "400 páginas de felicidad"), y no dan ninguna información sobre el contenido. Lo cual, según Gérard Collard, librero de Saint-Maur, no desalienta a sus clientes, divertidos, según parece, por esa especie de pequeño ataúd que colocó en la vidriera, donde arroja los libros que no le gustan. Otros libreros, más discretos, exponen en un exhibidor en la entrada, los libros que recomiendan, mientras otros se abstienen de toda selección. O seleccionan de otra manera, como explica Christian Thorel: "Por el tiempo que damos a ciertos libros, que permanecen durante seis u ocho meses en las mesas. No se trata tanto de imponerlos como de despertar un interés. Ocurre que de este modo, un cliente descubre un autor o explora un tema". Si la sugestión directa o indirecta tiene con seguridad su importancia, la (relativa) especialización de una librería, así como la idoneidad de su personal, juegan un rol fundamental. Ombres blanches, por ejemplo, ofrece un espectro muy amplio y diversificado -75.000 títulos, 120.000 volúmenes-, pero ciertos sectores (literatura, ciencias humanas) están particularmente provistos. Según explica Christian Thorel: "Cada uno está bajo la responsabilidad de un especialista. El responsable del departamento "ciencias humanas" posee una vastísima cultura en etnología, historia medieval, historia de las mentalidades. Ninguna búsqueda se le escapa, por fina que sea". Al tiempo que otorga un lugar preeminente a la literatura francesa y extranjera y destaca los libros de su gusto, Laurence Patrice, que dirige desde hace cuatro años La Boucherie (París) presta una particular atención a los niños. En la parte trasera del negocio, estos últimos disponen de un lugar donde pueden hojear los libros que sus padres, felices de curiosear en paz en los otros sectores, quizás compren. De tanto en tanto, Laurence organiza una fiestita. Con expresión divertida, nos dice: "No hemos podido escapar a Harry Potter. El día del lanzamiento del último tomo4, recibí alrededor de cien niños para la merienda, y luego hubo una tómbola. Dos pequeños que habían leído otros libros de J. K. Rowling los presentaron a sus compañeros". Otro método para atraer clientela: invitar regularmente a autores, que firman su libro, debaten con el público y, como en el caso de Voyelle, se reúnen alrededor de una bebida o unos bocadillos. Cada uno lo hace según sus preferencias, y sus medios (la invitación de un autor cuesta caro; los gastos de alojamiento, comidas, publicidad, alcanzan fácilmente los 2.500 o 3.000 FF -340 o 400 pesos). Ombres blanches recibe desde hace cinco años a dos o tres escritores por semana, en una sala integrada a la librería; Brouillon de culture, que no tiene suficiente espacio, los recibe en un anfiteatro de la universidad o en el local de una asociación. Muchos otros se contentan con desplazar mesas, sillas y exhibidores para hacer lugar al invitado y al público. Organización de debates, contactos personales, savoir faire y actitud servicial acaban por conseguir la fidelidad de la clientela. Laurence Patrice declara que "los clientes nos estimulan, nos hacen notar libros a los que no habíamos prestado atención, nos esclarecen con sus críticas, eventualmente corrigen nuestras elecciones; les debemos mucho". Llega a ocurrir que después de ver un libro en un hipermercado, lo encargan a su librero. Michèle Capdeque, librera de Colomiers (periferia de Tolosa) nos dice: "Tengo clientes muy fieles. Antes de tratarse de un comercio, mi oficio es un intercambio. Lo vincular ocupa un lugar fundamental". Dependencia de la distribuciónPero una librería no es una parroquia. Si es un refugio de paz para el cliente, su salvaguarda exige del librero una supervisión constante y en todo sentido. Mejor dicho: un combate. Si depende en un sentido de la clientela, en el otro depende de las empresas de difusión y de los distribuidores. Los primeros, que se encargan de la comercialización de los libros, (Hachette, Havas, Vilo y otros más chicos) clasifican a las librerías en dos o tres categorías. Según su facturación, su imagen, el lugar donde están instaladas, pertenecen al nivel A, B o C. De su clasificación depende la cantidad de representantes que reciben (entre veinte y treinta en el nivel A, uno o dos en el nivel B), y el tiempo más o menos largo que les dedican. "Los representantes son nuestra principal fuente de información", dice Laurence Patrice. "Nos dan información sobre los libros de próxima aparición, libros que han leído, conocen nuestros gustos, los de nuestra clientela. Su colaboración es indispensable". Valérie Martin confirma: "No podemos prescindir de ellos, si desaparecieran (cada tanto corre el rumor de que por una cuestión económica, el catálogo y las computadoras los reemplazarán tarde o temprano), sería un drama para los autores, los editores y los libreros". Más tensas son las conversaciones con los distribuidores, que reciben los pedidos y responden a éstos, se encargan de las reposiciones y devoluciones, confeccionan las facturas, acuerdan -no sin una ardua lucha- un punto suplementario de descuento, o lo rechazan. La mayoría de los libreros no escatiman críticas. Se quejan, por ejemplo, de la lentitud en las entregas: "Tengo que esperar seis días para recibir un libro de París", explica Michèle Colpaqui. Saint-Maur está más cerca de París que Tolosa, pero "los plazos no son más cortos", afirma Gérard Collard (La Griffe noire, Saint-Maur). Mencionan con frecuencia los errores en las cajas: "Son cosa de todos los días", se lamentan en Brouillon de culture (Caén). "Sucede incluso que algunos pedidos nunca llegan. Y por cada caja, hay treinta clientes que esperan". A veces sucede que además de los libros pedidos, el librero recibe otros: "¿Será por la proximidad del Stade de France? Un día encuentro seis ejemplares de la biografía de un entrenador de fútbol, libro que yo no había pedido", se indigna Sylvie Labat (La Folie d´encre, Saint-Denis). "Los devuelvo, y me los mandan de nuevo. Finalmente, gané la causa. Pero ese sistema de consignación impuesta, o "por aproximación", como ellos dicen, es perfectamente deshonesto. No respetan al librero". Así como tampoco respetan los vencimientos: muchos "retornos"5 son pagados con retraso. En contrapartida, si un librero tiene alguna dificultad para saldar sus facturas, no siempre consigue el plazo que solicita. ¿Quejas justificadas? En parte, explica el editor François Gèze (La Découverte) quien, de acuerdo con los distribuidores, hace algunos años se esforzó por mejorar las condiciones de traslado de los libros: "Las consignaciones "por aproximación" existen. Menos que antes. Pero siempre hay distribuidores que deciden regar a los "chicos" con los libros que los "grandes" se niegan a recibir". De todas maneras, la mayor parte del mal funcionamiento no depende, según estima Gèze, de la mala voluntad de los distribuidores: "Los centros de distribución son enormes máquinas que mueven millones de ejemplares; la mayoría de las tareas están mecanizadas. El distribuidor sólo conoce los códigos: siempre es posible un error de lectura. Sin hablar de los desperfectos. Ni de las huelgas. Ni de la rotación de los responsables. Es inevitable que en uno u otro momento se produzcan fallas". Tal vez sea más grave para el porvenir del libro y de las "buenas" librerías la mala voluntad de los industriales para asegurar la reimpresión de libros que siempre tienen demanda pero cuya rentabilidad es baja: "Es cada vez más difícil obtener libros de fondo, de historia, de filosofía, de psicología", explica Colette Kerber. "Sobre un pedido de treinta títulos, no recibimos más que seis o siete. "Agotados", "Reimpresión en estudio", nos responden. De hecho, la reimpresión no es interesante a nivel financiero, los distribuidores no quieren abarrotarse de libros que salen lentamente. Así es cómo deciden qué libros vendemos". En cuanto a los albures financieros, éstos son decisivos. Con demasiada frecuencia los libreros carecen de formación o no saben explotar la formación recibida. Son muy pocos los que siguen, como Michèle Capdequi, con extremado rigor la marcha de sus negocios: "Fui una de las primeras de la región de Tolosa en informatizar la librería, hace más de quince años. Todas las noches sé qué libros vendí, qué reposiciones tengo que pedir, qué previsiones tengo que hacer. Sigo día a día la evolución de los retiros y los vencimientos. A veces aprieto a fondo el freno. Es una verdadera gimnasia". Penoso, sin duda, pero necesario: es el precio de la supervivencia de una librería. Aunque ADELC estimula a sus miembros a perfeccionar su formación, organiza seminarios y se propone la creación de una especie de tutoría: un librero experimentado ayudaría a otro que proyecta instalarse. O que debuta en la profesión. Los hay. Pese a lo duro de este oficio, que exige muchos esfuerzos físicos: abrir las cajas, vaciarlas, volver a embalarlas, disponer los libros en las mesas y estantes. Pese a la enorme cantidad de trabajo que a menudo requiere: alrededor de setenta horas semanales. Pese al estrés: si bien según Livre hebdo el 89% de los libreros están en una situación financiera satisfactoria, su equilibrio suele ser frágil. A pesar, finalmente, de los módicos salarios, incluidos los de los gerentes y propietarios: un empleado gana al principio un poco más que el SMIC (salario mínimo) y se estabiliza en el entorno de los 8.000 a 9.000 francos (1.100 a 1.200 pesos). Los dos socios de una librería parisina muy grande se asignaron un salario de 9.500 francos (1.300 pesos), y una librera de las inmediaciones de los Gobelins dispone tan sólo de 5.000 francos (675 pesos) por mes. Sin embargo, no faltan candidatos. Más realistas, más pragmáticos que sus mayores, no dudan en instalarse, tanto en París (en las circunscripciones desabastecidas), como en la periferia y las provincias. Como Sylvie Labat, que después de trabajar en una librería de Montreuil, abrió una en Saint-Denis hace dos años. "Caminé mucho tiempo por la ciudad, buscando un lugar. Encontré uno que me tentó, muy cerca del centro, una mercería que cerraba. Mi banco me otorgó un préstamo (100.000 francos; 13.500 pesos), ADELC lo completó y la comuna me dio algunas subvenciones. En total, costó 300.000 francos (40.400 pesos)". Una vez dentro de su "librería" -un local de 60 metros cuadrados, completamente vacío- Sylvie, con la ayuda de algunos vecinos de la zona, compró tablas y construyó estanterías. Cautivados por su dinamismo, los editores le acordaron plazos de pago bastante largos. Desde entonces, La Folie d'encre está plenamente integrada al barrio y recibe muchos visitantes. Luego de una velada organizada en honor de algunos escritores africanos, se hermanó con una librera de Burkina Faso, nos cuenta Sylvie Labat, llena de confianza en el porvenir de su oficio.
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