|
¿Reconstrucción del espacio soviético?Los acuerdos entre Bielorrusia y Rusia son apenas uno entre numerosos signos indicativos de que la fuerza centrífuga que desarticuló a la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia en los años 1990 se ve contrarrestada tanto por causas históricas como por otras muy actuales, que ponen nuevamente en disputa las formas que adoptará el mapa político mundial.Cuando tras su elección en 1994 el presidente Alexandr Lukachenko puso en marcha una política de integración con Rusia, expresada en la multiplicación de tratados entre ambos países, muchos occidentales lo observaron como algo divertido. Hoy, pese a que el régimen autoritario establecido por Lukachenko enfrenta dificultades y no ha logrado garantizar la estabilidad de las instituciones nacionales, la unión con Rusia se apoya sobre una base real que favorece la reconstrucción de un espacio “eurasiático”. A finales del año 2000, Rusia y Bielorrusia crearon con Kazajstán, Kirguizstán y Tayikistán, la Comunidad Económica Eurasiática (CEE). En el año 2001, el Partido Comunista de Moldavia ganó las elecciones con más del 52% de los votos y su gobierno se ha comprometido a incorporarse a la unión ruso-bielorrusa. Armenia ha puesto en marcha una cooperación económica y estratégica con Moscú. Y el presidente ucraniano, Leonid Kuchma, que ha mantenido una política “multivectorial” de equilibrio entre Moscú y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), ha tenido que aceptar este año la firma de varios tratados de cooperación económica con Rusia y dejar que potentados rusos llevaran a cabo una serie de compras de empresas importantes de la industria ucraniana. Los únicos países de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) que siguen reticentes a una aproximación con Rusia, como Georgia, Azerbaiyán o Turkmenistán, se encuentran sumergidos en una crisis más profunda que los otros. Incluso en un país báltico como Lituania está desarrollándose una franja de opinión tentada por la pertenencia a la CEI, menos apremiante que la adhesión a la Unión Europea. La Unión ruso-bielorrusa, aunque no ha desembocado en la creación de instituciones supranacionales consistentes, no constituye sin embargo una cáscara vacía. Diez años después de su independencia, la identidad de Bielorrusia aparece confusa. Su régimen político autoritario se compone a la vez de elementos de nostalgia soviética, fascinación por el “socialismo de mercado” a la China y un programa ostentoso de “liberalismo no caótico”. Se trata del producto de un compromiso de hecho entre una sociedad recelosa ante cualquier modelo “llave en mano”, una nomenklatura bien incrustada, las presiones del mercado mundial globalizado y la necesidad de encontrar socios económicos y estratégicos1. Es aquí donde se encuentran las razones de la aproximación a Rusia. Pero no se trata de una “anexión”, porque Minsk desarrolla una política social y económica diferente a la seguida por Moscú. Aunque la integración con Rusia se apoya en bases históricas profundas, éstas no deben ocultar las especificidades de Bielorrusia, que ocupa una posición estratégica y no puede constituir por ello una simple provincia rusa. El peso de la historiaPor su pasado, el país tiende a adherirse con los otros rusos (rusos y ucranianos) al círculo cultural eslavo-bizantino2. Pudo librarse de la larga “noche tártara”3 que arrasó Ucrania y dejó una impronta duradera en el nacimiento y el funcionamiento del Estado ruso. Durante varios siglos Bielorrusia constituyó el núcleo cultural y lingüístico del gran Ducado de Lituania, integrado con Polonia en un Estado plurilingüe, multirreligioso y abierto a Occidente. Situado en la confluencia de los mundos latino y griego, ha guardado una cierta propensión al relativismo religioso, o ideológico. Sus elites nobiliarias se polonizaron progresivamente, constituyendo una pantalla protectora frente a las presiones de la administración de los zares después de las particiones de Polonia en el siglo XVIII. La sociedad campesina se aproximó sin embargo a la cultura rusa a medida que se fueron afirmando los componentes populares y después revolucionarios. La Revolución rusa encontró un eco especial en Bielorrusia, aunque también se manifestase entonces una corriente nacionalista. Después de un período de autonomía política y del despertar social y cultural en los años veinte, el poder estalinista organizó el exterminio de la mayoría de las elites literarias de la República, la industrialización a marchas forzadas y la ascensión social de una amplia masa de campesinos. Los horrores de la ocupación nazi engendraron a continuación un poderoso movimiento de resistencia, que contribuyó a enraizar el patriotismo “multinacional” soviético. Esa evolución se hizo más fuerte debido a que la República superó el nivel económico de Rusia y se convirtió en uno de los centros industriales punteros de la URSS. Bielorrusia aceptó la descentralización (sobre todo después de la catástrofe de Chernobil, un 75% de cuyas emisiones radioactivas cayó sobre su suelo), inducida por la perestroika y el redescubrimiento de sus especificidades nacionales. Pero la sociedad permaneció perpleja ante las reivindicaciones nacionalistas, tanto más cuanto que el desmontaje de los logros sociales de la era soviética despertó reticencias en un país apenas salido de la miseria y la inseguridad. La herencia histórica explica por qué la degradación del nivel de vida y el apego popular a la unión con los pueblos de la antigua URSS han contribuido a debilitar a la oposición anticomunista. Bielorrusia continúa caracterizándose por una propensión a establecer la confluencia entre el mundo ruso y sus vecinos occidentales. Después de 1991 no pudo jugar ese papel, pero eso se debe a la degradación económica, ligada al desmantelamiento del “mercado soviético” y a la ausencia de los Estados occidentales, que no supieron elaborar perspectivas audaces, atractivas y mutuamente ventajosas de cooperación con los países salidos de la URSS. Estos factores empujaron a la sociedad bielorrusa a apoyar el proyecto de Lukachenko de aproximación a Rusia. Equilibrio inestableEl carácter caótico de la política interior de Lukachenko y la falta de un programa social de envergadura no han provocado hasta ahora un rechazo masivo, porque los métodos represivos utilizados no se distinguen de los empleados en los Estados vecinos. Es evidente que la imagen internacional del régimen molesta al presidente Vladimir Putin. Pero debe recordarse que si el último Parlamento bielorruso elegido democráticamente fue disuelto autoritariamente en 1996, se hizo de una forma no sangrienta, a diferencia de lo ocurrido en Moscú en 1993. Además, Lukachenko no se ha implicado en represiones masivas como las que Putin ha desatado en Chechenia. Lukachenko no se ha privado en cambio de tratar de intimidar a sus adversarios políticos. Las organizaciones de defensa de los derechos humanos han señalado casos de sospechosas desapariciones de antiguos dignatarios pasados a la oposición. La asociación germano-rusa (decidida durante los encuentros de Putin con Gerhard Schröder), que abre Eurasia a los capitales alemanes, parece tener que pasar también por la restauración, en toda la antigua URSS, de un orden centrado en Rusia. Ésta ha adoptado una legislación que facilita la implantación de empresas alemanas y el gobierno alemán, por su lado, parece haber aceptado definitivamente apoyar la posición de Rusia sobre el trazado del gasoducto Yamal, lo que disminuye los márgenes de maniobra de Ucrania frente al Kremlin. La aproximación entre Minsk y Moscú sólo constituye la primera etapa de un proceso que parece proseguir en una gran parte de la antigua URSS, con independencia de evoluciones políticas futuras. La Unión ruso-bielorrusa choca sin embargo con las diferentes políticas económicas establecidas en cada Estado. Lukachenko se ha negado siempre a poner en marcha privatizaciones masivas que podrían limitar su margen de maniobra respecto a los empresarios occidentales y de los oligarcas rusos. A pesar de la crisis, Bielorrusia sigue siendo uno de los centros industriales punteros de toda la antigua URSS, lo que les permite a Lukachenko –y a su sombra a los lobbies económicos bielorrusos– no encontrarse sistemáticamente en posición de debilidad frente al Kremlin. La independencia continúa proporcionando una experiencia que permite a Minsk no sufrir las fluctuaciones de la coyuntura en el “país continente” vecino. Con su estrategia de aproximación a Moscú y la utilización de una fraseología populista, Lukachenko ha encontrado eco en una parte del electorado nostálgico de la URSS, que él combina con el apoyo de la iglesia ortodoxa rusa y de los directores de empresas. Después de algunas dudas y a pesar de su carácter imprevisible, la Rusia de Boris Yeltsin y luego la de Putin han apoyado su firmeza en las negociaciones comerciales, su negativa a abrir las privatizaciones a los oligarcas rusos y sus retrasos en el pago de las facturas por hidrocarburos. La base de la aproximación es ante todo de orden militar y económico. Esa nueva cooperación ha permitido el relanzamiento del sector militar-industrial de los dos países y oponerse a la ampliación de la OTAN. Además, Bielorrusia ha multiplicado los acuerdos comerciales con empresas y regiones rusas, pasando, cuando ha sido preciso, por la generalización de acuerdos de trueque. Bielorrusia puede así esperar volver a convertirse en el “taller de ensamblaje” de la ex URSS, como antes de 19914. Una base sólidaLas balandronadas de Lukachenko sobre la “unión” con Rusia y Serbia, anunciada durante el ataque de la OTAN en 1999, cesaron mucho antes de la caída de Milosevic. Eso prueba que la aproximación ruso-bielorrusa se apoya en una base económica, estratégica e histórica más sólida y que tiene poco que ver con el voluntarismo coyuntural del que alardea el Presidente bielorruso. Putin desearía sin duda negociar en Minsk con un dirigente más “presentable”, menos independiente en sus iniciativas, menos ambicioso en el escenario postsoviético y más abierto a las presiones de los “nuevos capitalistas” rusos que codician los mejores centros industriales de la República. La luchas intestinas en el seno de la administración presidencial bielorrusa parecen mostrar por otro lado que el Kremlin trata de colocar sus peones, apoyando al clan de los “reformadores” próximos a la antigua KGB rusa y favorables a las privatizaciones, de las que los oligarcas rusos serían los primeros beneficiarios. A éste se opondría el clan de los “duros” que intenta mantener un poder estatal centralizado. A pesar de las tensiones, Putin duda en implicarse en una prueba de fuerza con Lukachenko, cuyo régimen pierde aliento, pero que no obstante le permite rodear Ucrania y presionarla, para aprovisionar a Occidente de hidrocarburos. La política de “unión” seguida desde hace varios años evoluciona en función de las relaciones entre los magnates en el poder en Minsk y Moscú. No obstante, se apoya en bases profundas, que han dado nacimiento a muchas formas de integración entre regiones y empresas. Lukachenko ha relanzado una dinámica que ya no domina totalmente. Al negarse a privatizar masivamente, ha asegurado de hecho la autonomía de decisión de su país. Las empresas bielorrusas han reconquistado en líneas generales su lugar tradicional en el seno del espacio postsoviético. ¿Cuál será el futuro? ¿La generalización de las privatizaciones? ¿Será ineluctable el modelo de transición hacia el capitalismo promovido en el Este desde 1989 en momentos en que comienza a ser examinado con una mirada crítica? Si éste es el caso, se reforzaría el peso de los capitalistas rusos asociados con los inversores alemanes5. La política llevada a cabo por Lukachennko no sólo es caótica, extravagante y antidemocrática. Constituye también una etapa en la reconstrucción de un espacio geopolítico y geoeconómico enterrado demasiado deprisa en 1991. Esa orientación ¿continuará a partir de ahora con, a pesar de o sin Lukachenko?
|