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El color del dineroEn la sociedad estadounidense no sólo persisten diferencias significativas de ingresos entre blancos y negros, sino también de fortuna neta. Esto se debe a los obstáculos históricos al acceso de los negros a ser propietarios de sus viviendas y a la persistencia de una lógica discriminatoria que determina el valor de las propiedades más allá de las voluntades personales. Las reducciones de la ayuda federal de hace cinco años y la política impositiva de la actual administración empeoran las condiciones de vida de la minoría afroamericana.A más de treinta años de las conquistas del movimiento por los derechos cívicos, si hay una cifra que pueda explicar la persistente desigualdad racial en Estados Unidos, es la de la riqueza neta. Calcularla es muy fácil: es la suma de todo lo que un individuo posee (bienes inmuebles, automóvil, equipamiento interior, obras de arte, acciones y obligaciones, ahorros, etc.), menos la suma de sus deudas. Entre las familias negras y las familias blancas, las diferencias son importantes: las primeras poseen en promedio diez veces menos que las segundas. La diferencia se acentuó desde el fin de la segregación oficial en los Estados del sur1. La diferencia en los ingresos no es una explicación suficiente. Incluso si se comparan familias negras y blancas que disponen de un ingreso idéntico, persisten las diferencias de riqueza: en lo más bajo de la escala, la familia afroamericana media que gana menos de 15.000 dólares por año dispone de una riqueza neta cero, mientras que en el caso de la familia blanca que gana la misma suma, la riqueza neta es de 10.000 dólares. La situación es apenas mejor en el caso de las clases medias negras que simbolizarían al “sueño americano” de movilidad social: para un ingreso anual de 40.000 dólares, una fortuna de menos de 40.000 dólares para los negros, de más del doble para los blancos2. Una buena parte de las diferencias que persisten entre negros y blancos se explican por esa diferencia de riqueza. En su conjunto, los afroamericanos tienen menos probabilidades que los blancos de diplomarse en la universidad, de ganar tanto como ellos y de no poder prescindir de la ayuda social. Sin embargo, en un mismo nivel de ingresos y de fortuna, los negros son más susceptibles que los blancos de diplomarse en el secundario así como de salir de la universidad con una licenciatura o una maestría. Afroamericana de clase media, titular de un diploma universitario, Stacey Jones explica: “Tengo muchas dificultades para encontrar en Atlanta una escuela medianamente correcta para mis hijos, salvo que recurra a un establecimiento religioso. ¿Cuál es la razón? Mi situación económica me impide comprar una casa en un barrio con escuelas de buena calidad. Y esto es un círculo vicioso: una vez pagada la escuela privada, no puedo pensar en gastar más en mi vivienda”3. La ausencia de riqueza, al impedir el riesgo financiero que permitiría intentar otra situación profesional, obliga a vivir al día, a estar atrapado en un trabajo o en un barrio mediocre y a no poder inscribir a los hijos en una universidad prestigiosa. En un país donde la enseñanza de buena calidad suele corresponder al sector privado, la riqueza es lo que permite acceder a la movilidad social. El salario únicamente permite solucionar lo más urgente. Para los negros pobres, la situación es todavía peor. En caso de alguna dificultad imprevista (despido o enfermedad en un país donde 43 millones de habitantes –el 15% de la población– no disponen de cobertura de salud), los 10.000 dólares extra de que dispone una familia blanca pobre serían muy útiles. Sin peculio de protección, los negros afrontan el menor revés sin amortiguador. Y dependen más de la ayuda pública. Pero en 1996 se abolió la asistencia federal a los pobres y, a escala estatal, la ayuda ya no puede exceder una duración total de cinco años en una vida4. La riqueza no brinda sólo ventajas financieras. En 1980, el filántropo Eugene Lang regresa al Bronx, lugar donde nació y creció, para dar un discurso a algunos escolares. Espantado por la descomposición que observa en ese barrio de Nueva York, decide modificarlo –insistía en la importancia de la educación y el trabajo– y en cambio promete a cada alumno que pagará personalmente sus gastos escolares universitarios si consiguen terminar sus estudios secundarios. No modifica los ingresos de sus padres ni sus condiciones de vivienda, pero ofrece a sus hijos una garantía material que puede percibirse algunos años más tarde y –llegado el caso– cursos de recuperación. Resultado: en un barrio donde la mayoría de los alumnos dejaba la escuela secundaria antes de terminar y donde casi nadie entraba a la universidad, 54 de los 61 alumnos terminaron sus estudios secundarios y más de la mitad comenzó estudios superiores5. La dificultad de ser negroPara ganar dinero, lo mejor es tenerlo de antes. Los blancos, que poseen mucho más que los negros, ganan más que ellos. Según la mayoría de los economistas, entre el 50 y el 80% de las riquezas acumuladas en el transcurso de una vida son efectivamente el resultado de donaciones, legadas de una u otra forma por las generaciones precedentes: gastos de escolaridad en la universidad, primera cuota para la compra de una vivienda, herencia. Como si todo esto fuese poco, durante mucho tiempo ciertas disposiciones especiales hicieron más difícil la adquisición de terrenos o inmuebles por parte de los negros. Después de la emancipación de los esclavos, a fines del siglo XIX, la agencia encargada de integrarlos al mundo del trabajo remunerado les promete “quince hectáreas y una mula”. De todos modos, la parte del león de las plantaciones confiscadas beneficia a hombres blancos llegados del norte, que emplean como aparceros a los antiguos esclavos, garantizando así que sigan siendo pobres. Los negros que buscan escapar de la esclavitud enfrentan otro tipo de dificultades. En muchos Estados del sur, ciertas reglamentaciones que les imponen exclusivamente a ellos el pago de derechos de sello exorbitantes, les impiden comprar un fondo de comercio. En el siglo XX no desaparecieron los obstáculos para la adquisición de propiedades por parte de los negros. La Home Owners Loan Corporation (HOLC), instituida por el gobierno federal durante la crisis de 1929 para ayudar a los propietarios a evitar la quiebra, reserva la casi totalidad de sus ventajas a los blancos, mediante préstamos bonificados. Va incluso más allá: instituye la práctica (llamada redlining) que exige condiciones de préstamo prohibitivas en los barrios “de riesgo”, a menudo negros. Los bancos siguen el mismo camino6. Paralelamente, el sistema de jubilación pública, que originalmente no cubría ni el sector de la agricultura ni el de los servicios, excluyó a la mayoría de los trabajadores negros. Así que tuvieron que reservar para sus padres parte de sus ingresos, que podrían haber ahorrado o transmitido a sus descendientes. Después de la segunda guerra mundial, un programa federal de ayuda a la propiedad permitió a millones de estadounidenses comprar su vivienda. El programa benefició sobre todo a los nuevos habitantes de los suburbios, mientras que los negros seguían residiendo mayoritariamente en las ciudades. Círculo infernalLos esfuerzos destinados a incrementar el nivel de propiedad de las minorías a partir de los años ’60, no tuvieron gran éxito, porque a pesar del aumento de las cotizaciones de Wall Street, el medio principal para disponer de un capital es ser dueño de la casa donde uno vive. No obstante, a los negros no sólo les cuesta más que a los otros transformarse en propietarios, sino que además, suponiendo que lo consigan, las residencias ubicadas en un barrio “negro” ven progresar su valor mucho menos rápidamente que las otras. La propiedad obliga a cuantificar el valor social de las ideas u objetos: un sello fuera de serie o una tela de van Gogh tienen el valor que estemos dispuestos a pagar para adquirirlos. De un modo bastante similar, cuando el precio de una vivienda cae, a causa de la afluencia de negros a ese barrio, la modificación del precio determina el valor que la sociedad atribuye al hecho de ser negro7. La devaluación de las zonas de residencia en que se instalan los negros deriva en parte de las aprensiones de los blancos respecto al precio futuro de su residencia, aprensiones que se traducen en mudanzas sin demoras. Aquí también el círculo es infernal: en tanto los blancos, que constituyen la mayoría de la población, pueden elegir adónde van a vivir, tendrán todos los motivos para huir de los barrios racialmente integrados. En efecto, más allá de su elección personal, se trata de sus intereses como propietarios. Si no venden en el momento en que el barrio empieza a devaluarse (8), otros lo harán antes que ellos, precipitando la caída del valor de todos los terrenos y viviendas. Si la hipótesis es cierta, los “rezagados” son los que pierden. Tanto los negros como los blancos se ven entonces prácticamente obligados a reproducir los comportamientos generados por jerarquías de tipo etnorraciales. Una de las soluciones propuestas –un “seguro de integración” que, protegiendo a los propietarios contra una baja del valor de sus viviendas en caso de un “vuelco”, los incitaría a permanecer en sus lugares– tendría como efecto, según subrayan algunos negros, admitir la idea de que uno debe asegurarse contra el “riesgo” de su presencia o llegada a un barrio. Además de los efectos de riqueza, el engranaje de la residencia y la raza, influyen en la identidad de clase la realidad asociativa y la exclusión social. Mientras que durante mucho tiempo las categorías profesionales habían determinado los agrupamientos económicos, sociales y políticos de los estadounidenses, actualmente esto sucede cada vez menos. Las convenciones colectivas asociaban entre sí los destinos de los trabajadores: un ajustador se pagaba igual que otro y todos se beneficiaban por igual con las conquistas de su sindicato. Pero desde que el porcentaje de sindicalización cayó un 10%, los asalariados compiten cada vez más entre sí, en una economía que recurre al trabajo temporario y a los no sindicados. Simultáneamente, la tasa de acceso a la propiedad inmobiliaria progresó y las asociaciones barriales suplantaron a los sindicatos como el principal conglomerado de intereses económicos (9). Saber de qué modo va a arreglar el vecino el exterior de su propiedad importa casi más que preocuparse por el monto que gana. En efecto, el valor de la vivienda contigua afecta directamente al de su propia residencia. Si una decisión en el arreglo de una casa es percibida como de mal gusto –determinación producida por el juicio de la mayoría, que está en sí mismo determinado por el veredicto del mercado– o peor aún, como una forma de negligencia con respecto a su hábitat, provoca no sólo la caída del valor del bien del “culpable”, sino también la del bien de todos los vecinos. El barrio en su conjunto se vuelve de pronto menos deseable. El valor de ser blancoUno de los resultados de esta primacía de la propiedad residencial es el mayor estímulo de la acción local respecto a la nacional o social cuando, por ejemplo, hay que oponerse a la instalación en el propio barrio de instituciones consideradas indeseables: centros de rehabilitación, planta de tratamiento de los desperdicios, etc. Se trata del síndrome conocido desde entonces con el nombre de “¡En mi jardín no!” (Not in my backyard, o NIMBY). Pero la otra consecuencia de semejante evolución es que perpetúa la discriminación racial dándole una base racional, en la medida en que una gran proporción de blancos en un barrio afianza el valor de un bien inmueble. Incluso para los pocos negros que habitan ese barrio… En lugar de estimular financieramente el ahorro de los más pobres, cosa que ayudaría prioritariamente a los negros a convertirse en propietarios, los políticos de la administración Bush prometen suprimir el impuesto sobre las sucesiones, pagado por el 1,4% de los estadounidenses más ricos. En la lista de los 500 individuos más prósperos publicada por la revista Forbes, encontramos tan sólo los nombres de dos negros.
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