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La construcción de una ideología imperialPara la derecha republicana que gobierna Estados Unidos la tensión entre República e Imperio se ha saldado a favor de éste. Según la noción de "guerras humanitarias", algunos teóricos califican a Estados Unidos como "imperio magnánimo". Como a fines del siglo XIX, la idea es que el dominio estadounidense es tan beneficioso como inexorable. Sin embargo, a la multiplicación de las reacciones contrarias por parte de quienes tanto en el Tercer Mundo como en la propia Europa no aceptan esa lógica, se han sumado en las últimas semanas voces de peso que desde el propio corazón de Washington se oponen al rumbo brutal impuesto por George W. Bush desde el 11 de septiembre.Unos meses antes de los atentados del 11 de septiembre el historiador estadounidense Arthur Schlesinger Jr. había emitido la hipótesis de que “a pesar de la tentación de superpotencia” nacida de la unipolaridad, Estados Unidos no incurriría en el imperialismo, dado que ninguna nación estaba en condiciones de “asumir el papel de árbitro o de gendarme mundial” ni de responder por sí sola a los desafíos globales ambientales, demográficos y políticos del siglo XXI1. Como muchos intelectuales, Schlesinger se mantenía confiado en la “capacidad de autorregulación de la democracia” estadounidense y en la racionalidad de los dirigentes. En el mismo sentido, Charles William Maynes, personaje influyente en la política exterior, afirmaba que “Estados Unidos es un país dotado de capacidades imperiales pero desprovisto de vocación imperialista”2. Hoy en día, hay que rendirse a la evidencia: bajo el gobierno de George W. Bush está naciendo una nueva gramática imperial que recuerda la de fines del siglo XIX, cuando Estados Unidos se lanzó a la carrera colonial, dando sus primeros y grandes pasos hacia una expansión mundial en el Caribe, Asia y el Pacífico. Por entonces, un prodigioso fervor imperialista se apoderó del país de Jefferson y de Lincoln. Periodistas, hombres de negocios, banqueros y políticos rivalizaban en entusiasmo por la promoción de una vigorosa política de conquista mundial. La “mirada de los dirigentes económicos estaba centrada en la supremacía industrial mundial”3 y los políticos soñaban con una “espléndida guerrita” (famosa expresión de Theodore Roosevelt) que serviría de justificación a una expansión internacional. “Ningún pueblo del siglo XIX igualó nuestras conquistas, nuestra colonización, nuestra expansión (…); ahora, nada nos detendrá”, afirmaba en 1895 el senador Henry Cabot Lodge, líder del campo imperialista4. Para Theodore Roosevelt, admirador del poeta imperial inglés Rudyard Kipling, la cosa estaba clara: “Quiero que Estados Unidos se convierta en la potencia dominante en el Pacífico”, decía. Y agregaba: “el pueblo estadounidense desea cumplir con las grandes tareas de una gran potencia”5. Resumiendo esa ola imperialista de los años 1890, el periodista Marse Henry Watterson escribía con orgullo y de manera curiosamente premonitoria en 1896: “Somos una gran República imperial destinada a ejercer una influencia determinante sobre la humanidad y a modelar el futuro del mundo como no lo ha hecho ninguna otra nación, ni siquiera el imperio romano”6. La historiografía tradicional estadounidense consideró durante mucho tiempo ese Sturm und Drang imperialista como una aberración dentro de un itinerario democrático por otra parte bastante liso. ¿No era de suponer que Estados Unidos, país nacido y forjado en la lucha anticolonial contra el imperio británico y contra las monarquías absolutistas europeas, estaba definitivamente inmunizado contra el virus imperialista? El nuevo discursoPero un siglo más tarde, al comenzar un nuevo período de expansión y de formalización del imperio estadounidense, el de Roma es el espejo lejano pero ineludible de las elites de Estados Unidos. Desde lo alto de la unipolaridad adquirida en 1991 y reforzada luego del 11 de septiembre de 2001 por una movilización militar de dimensiones excepcionales, Estados Unidos, encandilado por su poderío, se afirma hoy y se muestra abiertamente como una potencia imperial. Por primera vez desde el fin del siglo XIX, el desencadenamiento de la fuerza se ve acompañado de un discurso explícito de legitimación del imperio. Charles Krauthammer, editorialista de The Washington Post y uno de los ideólogos más visibles de la nueva derecha estadounidense, afirma: “Es un hecho que desde el imperio romano ningún país tuvo tanto dominio cultural, económico, técnico y militar”7. Ya en 1999 Krauthammer había escrito: “Estados Unidos se yergue sobre el mundo como un coloso (…). Desde que Roma destruyó Cartago, ninguna otra gran potencia alcanzó las cimas a las que nosotros llegamos”. Para Robert Kaplan, ensayista y mentor de George W. Bush en política internacional, “al igual que la victoria de Roma en la Segunda Guerra Púnica, la victoria de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial transformó la nación en potencia universal”8. El imperio romano se convirtió también en la referencia obligada de autores situados más al centro del abanico político. Joseph S. Nye Jr., rector de la Kennedy School of Government en la Universidad de Harvard y secretario de Estado para la Defensa durante el gobierno de William Clinton, comienza su último libro de esta manera: “Desde Roma, nunca había existido una nación que eclipsara tanto a las demás”9. Paul Kennedy, renombrado historiador, conocido por su tesis de los años ’80 referida a la “sobre-extensión imperial” de Estados Unidos, va aun más lejos: “Ni la Pax Britannica (…) ni la Francia napoleónica (…) ni la España de Felipe II (…) ni el imperio de Carlomagno (…) ni siquiera el imperio romano, pueden compararse” a la actual dominación estadounidense10. Y agrega más fríamente: “Nunca existió semejante disparidad de poder” en el sistema mundial. En síntesis, en Estados Unidos, tanto los medios muy ligados al poder como los escasamente vinculados a él, concuerdan en que el país “goza actualmente de una preeminencia muy superior a la de los imperios del pasado, aun los más grandes”11. Más allá de su aspecto descriptivo, la reiteración de la analogía con Roma, al igual que la ubicuidad de la palabra “imperio” en la prensa y las revistas especializadas estadounidenses, son la prueba de que se está construyendo una nueva ideología imperial. “Argumento a favor de un imperio estadounidense”: tal es el límpido título de un artículo de Max Boot, editorialista del Wall Street Journal, en el cual afirma: “No es por casualidad que Estados Unidos (desarrolla actualmente) acciones militares en numerosos países donde ya habían hecho campaña generaciones de soldados coloniales británicos (…), en zonas donde fue necesaria la intervención de los ejércitos occidentales para sofocar el desorden”. Según Boot, “Afganistán y otros territorios en ebullición imploran actualmente (a Occidente) que imponga una administración extranjera idónea como la brindada antaño por esos ingleses confiados, vestidos con pantalones de montar y cascos coloniales”12. Otro ideólogo de derecha, Dinesh D’Souza, investigador en la Hoover Institution, célebre hace algunos años por defender teorías sobre la inferioridad “natural” de los afro-estadounidenses, estima en un artículo titulado “Loa al imperio estadounidense”, que los ciudadanos de ese país deben finalmente reconocer que el mismo “se ha transformado en un imperio (…), el imperio más magnánimo que el mundo haya conocido nunca”13. A las voces de esos publicistas sulfurosos de la nueva derecha se agregan las de universitarios como Stephen Peter Rosen, director del Instituto de Estudios Estratégicos Olin de la Universidad de Harvard. Rosen afirma con un desapego científico magnífico que una “entidad política que dispone de un poderío militar demoledor y utiliza ese poder para influir sobre el comportamiento de los otros Estados no puede sino denominarse imperio (…). Nuestro objetivo –prosigue– no consiste en combatir un enemigo, dado que no existe ninguno, sino en conservar nuestra posición imperial y mantener el orden imperial”14. Un orden, como señala otro profesor de Harvard, totalmente “diseñado en beneficio (exclusivo) de objetivos imperiales estadounidenses”, y en el cual “el imperio suscribe a los elementos del orden jurídico internacional que le convienen (por ejemplo, la OMC), a la vez que ignora o sabotea los que no le convienen (el protocolo de Kioto, el Tribunal Penal Internacional, el tratado ABM)”15. El hecho de que la idea misma de imperio esté en desfasaje radical con la concepción tocquevillista que tradicionalmente los estadounidenses tienen de ellos mismos –como excepción democrática entre las naciones modernas– no parece ser un obstáculo infranqueable. Quienes aún tienen escrúpulos (son cada vez menos) agregan a las palabras “imperio” y “hegemonía” los adjetivos “benévolo” y “suave”. Robert Kagan del Carnegie Endowment, escribe, por ejemplo: “la verdad es que la benévola hegemonía (benevolent hegemony) ejercida por Estados Unidos es beneficiosa para una gran proporción de la población mundial. Es, sin dudas, un mejor arreglo que todas las alternativas realistas”16. Cien años antes, Theodore Roosevelt utilizaba casi las mismas palabras. Rechazando cualquier comparación entre Estados Unidos y los depredadores coloniales europeos de la época, decía: “La pura verdad es que nuestra política de expansión, inscrita en toda la historia estadounidense (…), no se parece para nada al imperialismo (…) hasta la fecha, no encontré un solo imperialista en todo el país”17. Más directo, Sebastian Mallaby se afirma como “imperialista dubitativo”. Editorialista de The Washington Post (periódico célebre por el escándalo de Watergate y por su oposición –tardía– a la guerra de Vietnam, pero que desde el 11 de septiembre se volvió un diario de militancia imperial) Mallaby sugiere en abril pasado, en la muy seria revista Foreign Affairs, que el actual desorden mundial requiere de Estados Unidos una política imperial. Pintando un cuadro apocalíptico del Tercer Mundo, donde se combinarían las quiebras de los Estados, el crecimiento demográfico descontrolado, la violencia endémica y la desintegración social estima que la única opción racional consiste en volver al imperialismo, es decir, poner bajo tutela directa a los Estados del Tercer Mundo que amenacen la seguridad de Occidente. Para Mallaby, “dado que las opciones no imperialistas se mostraron ineficaces (…), la lógica del neoimperialismo es demasiado fuerte para que la administración Bush pueda resistirse a ella”18. Someter y subordinarEn realidad, Bush no parece resistir demasiado a la “lógica” neoimperial. Es cierto que frunce el ceño cuando se trata de invertir dólares en la reconstrucción de Estados “en quiebra” o de implicar a su país en operaciones humanitarias. Pero no duda un instante en desplegar las fuerzas armadas estadounidenses por los cuatro puntos cardinales del mundo para aplastar a “los enemigos de la civilización” y a “las fuerzas del mal”. Por otra parte, su semántica –sus constantes referencias a la lucha entre “civilización” y “barbarie”, y a la “pacificación” de los bárbaros– traiciona el más clásico pensamiento imperial. No se sabe a ciencia cierta lo que Bush retuvo de la enseñanza prodigada por esas prestigiosas instituciones que son Yale y Harvard, pero desde el 11 de septiembre se volvió efectivamente el César del nuevo campo imperial estadounidense. Al igual que César, que según Cicerón “logró éxitos totales en muy importantes enfrentamientos con los pueblos más belicosos (…) logró aterrorizarlos, rechazarlos, dominarlos, acostumbrarlos a obedecer a la autoridad del pueblo romano”19, Bush y la nueva derecha estadounidense están dispuestos actualmente a garantizar la seguridad y la prosperidad del imperio por medio de la guerra, sometiendo a los pueblos indóciles del Tercer Mundo, derrocando a los gobiernos de los “Estados ilegales”, y quizás poniendo bajo tutela los “Estados quebrados” poscoloniales. En busca de una seguridad que espera obtener por la sola fuerza de las armas más que por medio de la cooperación, Estados Unidos actúa solo o en coaliciones circunstanciales, de forma unilateral y en función de intereses nacionales muy estrechamente definidos. En lugar de atacar las causas económicas y sociales que favorecen la reproducción permanente de la violencia en los países del Sur, los está desestabilizando aun más al enviar sus fuerzas armadas. Que el objetivo de Estados Unidos no sea la conquista territorial directa sino el control de esos países no cambia mucho las cosas: los imperialistas “benévolos” o “dubitativos” no son por ello menos imperialistas. Si los países del Tercer Mundo deben someterse y padecer una nueva era de colonización o de semi-soberanía, Europa deberá conformarse con un estatuto subordinado dentro del sistema imperial. En la visión estadounidense nacida de la unipolaridad obtenida en 1991 y reforzada luego del 11 de septiembre, Europa, lejos de ser una potencia estratégica autónoma, será una zona dependiente, desprovista “de la voluntad y de la capacidad de defender su paraíso (…); (cuya protección) depende de la voluntad estadounidense” de hacer la guerra20. Europa se encontrará inserta en una nueva división del trabajo imperial vertical, según la cual “los estadounidenses hacen la guerra, mientras que los franceses, los británicos y los alemanes controlan las zonas fronterizas, y los holandeses, los suizos y los escandinavos sirven de auxiliares humanitarios”. Actualmente, los “estadounidenses tienen tan poca confianza en sus aliados (…) que, a excepción de los británicos, los excluyen de cualquier actividad que no sea el trabajo policial más subalterno”21. Zbigniew Brzezinski, quien concibió la “Jihad” antisoviética en Afganistán, ya había articulado una idea análoga hace algunos años. Según él, y muchos otros estrategas estadounidenses, el objetivo de Estados Unidos “debe ser mantener a nuestros vasallos en estado de dependencia, asegurar la docilidad y la protección de nuestros tributarios, y prevenir la unificación de los bárbaros”22. Como es su costumbre, Charles Krauthammer dice las cosas aun más crudamente: “Estados Unidos ganó la Guerra Fría, se puso a Polonia y a la República Checa en el bolsillo, luego pulverizó Serbia y Afganistán. De paso demostró la inexistencia de Europa”23. Ese desprecio explica en gran parte las fuertes tensiones que sacuden las relaciones transatlánticas desde el 11 de septiembre. La opción imperial condenará a Estados Unidos a consagrar el tiempo de hegemonía que le queda –sea cual fuere– a construir murallas en torno de la ciudadela occidental. En síntesis, como todos los imperios que lo precedieron, Estados Unidos, verdadero “Extremo Occidente”, estará ocupado, de acuerdo con la expresión del escritor sudafricano John Michael Coetzee, “por un solo pensamiento: ¿cómo hacer para no extinguirse, cómo hacer para no morir, cómo prolongar su época?”24.
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