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En el país de los sin tierraMientras que Brasil importa miles de millones de dólares en productos agrícolas, millones de trabajadores del campo ven negado su acceso a la tierra, que sigue siendo un derecho sólo para una minoría. Debido al éxodo rural, centenares de miles de campesinos se aglutinan cada año en las favelas de los grandes centros urbanos. Pero ante la demanda de una reforma agraria, el gobierno sólo respondió con dilaciones y frente a la movilización de los trabajadores rurales sin tierra, con represión.“Esta fosa en la que te encuentras se mide en palmos, es la magra herencia que la vida te ha dejado. Es de buen tamaño, ni ancha ni profunda, es la parte que te toca de ese latifundio. No es una gran fosa, es a tu medida, es la tierra que querías ver compartida.”1 La imagen de Brasil, segundo país del planeta en concentración de la propiedad de la tierra, se identifica cada día más con el rostro del trabajador rural sin tierra2: mirada dura, reseca por el viento, en el límite entre la determinación y el desaliento. Las cifras no dan lugar a error en el análisis de la situación. Sobre un territorio continental de 850 millones de hectáreas, 390 millones son aptas para la explotación agrícola pero, según el Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA), 120 millones están en barbecho. En este país con cuatro millones de familias desprovistas de tierra, vastas extensiones –casi el 60% de las superficies rurales– pertenecen a menos del 3% de los propietarios. Desde la colonia hasta el imperio, pasando por los gobiernos republicanos, la posibilidad de que semejante cantidad de tierra pudiese facilitar la rápida transformación del esclavo o el obrero agrícola en pequeño propietario rural preocupó siempre a las élites. En consecuencia, se tomaron las medidas necesarias para impedir su acceso a la tierra, favoreciendo al mismo tiempo una acumulación restringida a los círculos de poder. El trabajador agrícola es, históricamente, el más desfavorecido de todos los trabajadores brasileños. Se lo dejó a un lado cuando la mano de obra urbana vio reconocidos sus derechos por una ley, a partir de 1930. Ni siquiera la modernización de la agricultura implementada en los años ’50, que debía tener por resultado natural el mejoramiento de la calidad de vida de la población rural, contribuyó a resolver el problema agrario. La modernización agrícola, entendida como la asimilación de las nuevas tecnologías y el aumento de la productividad, intentó confundirse –en particular durante los gobiernos militares– con el desarrollo rural. Pero entre otras cosas, la modernización fue responsable de la exacerbación de las diferencias regionales. En lo concerniente a las estructuras, creó por un lado un sector extremadamente moderno, compuesto por alrededor de 500.000 empresas, que garantizan la mayor parte de las exportaciones agrícolas y el empleo rural. Por otro lado, generó un sector atrasado, compuesto por cerca de 5 millones de unidades agrarias de diversas dimensiones, que operan con niveles de productividad muy bajos, pero garantizan buena parte de la producción de alimentos. Además, los datos sobre la violencia revelan que los conflictos sociales agrarios y sus consecuencias, en muchos casos dramáticas, son justamente más importantes en las regiones de gran concentración de la tierra3; asimismo, éstas son las zonas con el índice de desarrollo humano más bajo del país. Política e ideológicamente, las grandes haciendas “modernizadoras” tuvieron por objeto “legitimar” el latifundio, volviendo productivo determinado porcentaje de la tierra. Por eso, considerándose justificados, algunos intelectuales y políticos que no pertenecen a los sectores más conservadores, se sintieron con derecho a preconizar una acepción más estrecha del concepto de función social de la propiedad y a abandonar la defensa de la reforma agraria. Olvidan que, en contraste con los latifundios implantados sobre todo en el sur del país, una frágil agricultura de tipo familiar intenta sobrevivir. Sin el apoyo técnico y financiero del Estado, ésta no resisitirá la dinámica de concentración. El imperio del gran latifundio, que se desplaza también hacia el noreste del territorio nacional, explota a ultranza y oprime a la población rural de esa región. Se trata pues de un grave problema de carácter estructural, estrechamente ligado a lo que se denomina la “cuestión agraria”. La concentración de la propiedad de la tierra produjo un entramado de relaciones económicas, sociales, culturales y políticas que producen estancamiento en todas las esferas de la vida rural y afectan incluso al ejercicio de la democracia en el país. Ese entramado genera un círculo vicioso de efectos perversos: sistemas agrícolas poco productivos, que devastan la naturaleza, tienen una rentabilidad baja y acarrean pobreza; éxodo rural; clientelismo, violencia y analfabetismo. Para los más pobres y para la agricultura en general, obstaculiza toda posibilidad de desarrollo equilibrado. Enfrentar los intereses de la eliteSólo una reforma agraria que siga dos líneas de acción estratégicas –la expropiación del gran latifundio para instalar allí a los sin tierra y el apoyo a la viabilidad técnica y financiera de la agricultura de tipo familiar– constituiría una solución. Esos dos tipos de acción permitirían redistribuir las ganancias, la riqueza y el poder en el campo, obligarían a aumentar el salario de los obreros agrícolas y a hacer progresar considerablemente la producción de alimentos (con el fin de responder al aumento de la demanda, resultante de una nueva distribución de las ganancias) y aseguraría la viabilidad de la agricultura de tipo familiar. Además, permitiría hacer frente con inteligencia al problema del desempleo. Varios estudios demostraron ya que la reforma agraria es una de las soluciones menos costosas para crear empleos, con la ventaja suplementaria de aportar soluciones al problema del hambre. Pero aunque no quepa duda de su necesidad, realizar la reforma agraria implica enfrentar a lo más atrasado del sistema social brasileño. Los obstáculos que deberá afrontar el hombre de Estado que decida acometer esa tarea no se limitan a las presiones de las grandes fincas improductivas. Una nueva opción agrícola repercutirá en los intereses de la elite brasileña asociada a las empresas extranjeras, una tradición desde el período colonial, puesto que implica influir en la política de exportación, garantizar la soberanía alimenticia de la nación, contrariar los intereses de las multinacionales y los promotores de las semillas genéticamente modificadas, controlar la Amazonia, revisar los acuerdos internacionales sobre patentes. Además, se trata de suspender de inmediato las negociaciones para la implantación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que propone cláusulas que destruyen toda posibilidad de desarrollo de una política alimenticia autónoma en el país. En lugar de tratar a los movimientos sociales del campo, los indígenas, los pequeños agricultores y los sin tierra como un problema policial, el gobierno que conducirá al país a partir de enero de 2003 deberá comprender que ellos son sus aliados para la promoción del desarrollo rural. Deberá recobrar junto a ellos la sensatez, el sentido de una relación correcta con la tierra: más que una parcela a ser explotada, ella es también el espacio de convivencia de los hombres y las mujeres, el lugar de la diversidad biológica y cultural, la producción, la creación, la democracia y una vida social armoniosa.
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